La misión del escritor
Al recibir la distinción con que vuestra libre academia ha
querido honrarme, mi gratitud es tanto más profunda cuanto que mido hasta qué
punto esa recompensa excede mis méritos personales.
Todo hombre, y con mayor razón todo artista, desea que se
reconozca lo que él es o quiere ser. Yo también lo deseo. Pero al conocer
vuestra decisión me fue imposible no comparar su resonancia con lo que
realmente soy. ¿Cómo un hombre casi joven todavía, rico solo de dudas, con una
obra apenas en desarrollo, habituado a vivir en la soledad del trabajo o en el
retiro de la amistad, podría recibir, sin cierta especie de pánico, un galardón
que le coloca de pronto, y solo, en plena luz? ¿Con qué estado de ánimo podría
recibir ese honor al tiempo que, en tantas partes, otros escritores, algunos
entre los más grandes, están reducidos al silencio y cuando, al mismo tiempo,
su tierra natal conoce incesantes desdichas?
Sinceramente he sentido esa inquietud y ese malestar. Para
recobrar mi paz interior me ha sido necesario ponerme a tono con un destino
harto generoso. Y como me era imposible igualarme a él con el solo apoyo de mis
méritos, no ha llegado nada mejor, para ayudarme, que lo que me ha sostenido a
lo largo de mi vida y en las circunstancias más opuestas: la idea que me he
forjado de mi arte y de la misión del escritor. Permitidme que, aunque solo sea
en prueba de reconocimiento y amistad, os diga, con la sencillez que me sea
posible, cuál es esa idea.
Personalmente, no puedo vivir sin mi arte. Pero jamás he
puesto ese arte por encima de toda otra cosa. Por el contrario, si él me es
necesario, es porque no me separa de nadie y que me permite vivir, tal como
soy, al nivel de todos. A mi ver, el arte no es una diversión solitaria. Es un
medio de emocionar al mayor número de hombres ofreciéndoles una imagen
privilegiada de dolores y alegrías comunes. Obliga, pues, al artista a no
aislarse; muchas veces he elegido su destino más universal. Y aquellos que
muchas veces han elegido su destino de artistas porque se sentían distintos,
aprenden pronto que no podrán nutrir su arte ni su diferencia sino confesando
su semejanza con todos.
El artista se forja en ese perpetuo ir y venir de sí mismo a
los demás; equidistantes entre la belleza, sin la cual no puede vivir, y la
comunidad, de la cual no puede desprenderse. Por eso los verdaderos artistas no
desdeñan nada; se obligan a comprender en vez de juzgar, y si han de tomar un
partido en este mundo, este solo puede ser el de una sociedad en la que según
la gran frase de Nietzsche, no ha de reinar el juez sino el creador, sea
trabajador o intelectual.
Por lo mismo, el papel del escritor es inseparable de
difíciles deberes. Por definición, no puede ponerse al servicio de quienes
hacen la historia, sino al servicio de quienes la sufren. Si no lo hiciera,
quedaría solo, privado hasta de su arte. Todos los ejércitos de la tiranía, con
sus millones de hombres, no le arrancarán de la soledad, aunque consienta en
acomodarse a su paso y, sobre todo, si lo consintiera. Pero el silencio de un
prisionero desconocido basta para sacar al escritor de su soledad, cada vez, al
menos, que logra, en medio de los privilegios de su libertad, no olvidar ese
silencio, y trata de recogerlo y reemplazarlo para hacerlo valer mediante todos
los recursos del arte.
Ninguno de nosotros es lo bastante grande para semejante
vocación. Pero en todas las circunstancias de su vida, oscuro o
provisionalmente célebre, aherrojado por la tiranía o libre de poder expresarse,
el escritor puede encontrar el sentimiento de una comunidad viva, que le
justificara a condición de que acepte, en la medida de lo posible, las dos
tareas que constituyen la grandeza de su oficio: el servicio de la verdad y el
servicio de la libertad. Y pues su vocación es agrupar el mayor número posible
de hombres, no puede acomodarse a la mentira y a la servidumbre que, donde
reinan, hacen proliferar las soledades. Cualesquiera que sean nuestras
flaquezas personales, la nobleza de nuestro oficio arraigará siempre en dos
imperativos difíciles de mantener: la negativa a mentir respecto de lo que se
sabe y la resistencia a la opresión.
Durante más de veinte años de una historia demencial,
perdido sin recurso, como todos los hombres de mi edad, en las convulsiones del
tiempo, solo me ha sostenido el sentimiento hondo de que escribir es hoy un
honor, porque ese acto obliga, y obliga a algo más que a escribir. Me obligaba,
esencialmente, tal como yo era y con arreglo a mis fuerzas, a compartir, con
todos los que vivían mi misma historia, la desventura y la esperanza. Esos
hombres -nacidos al comienzo de la primera guerra mundial, que tenían veinte
años a tiempo de instaurarse, a la vez, el poder hitleriano y los primeros
procesos revolucionarios, y que para poder completar su educación se vieron
enfrentados luego a la guerra de España, la segunda guerra mundial, el universo
de los campos de concentración, la Europa de la tortura y las prisiones -se ven
obligados a orientar sus hijos y sus obras en un mundo amenazado de destrucción
nuclear. Supongo que nadie pretenderá pedirles que sean optimistas. Hasta que
llego a pensar que debemos ser comprensivos, sin dejar de luchar contra ellos,
con el error de los que, por un exceso de desesperación, han reivindicado el
derecho y el deshonor y se han lanzado a los nihilismos de la época. Pero
sucede que la mayoría de nosotros, en mi país y en el mundo entero, han
rechazado el nihilismo y se consagran a la conquista de una legitimidad. Les ha
sido preciso forjarse un arte de vivir para tiempos catastróficos, a fin de
nacer una segunda vez y luchar luego, a cara descubierta, contra el instinto de
muerte que se agita en nuestra historia.
Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer
el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podría hacerlo, pero su tarea es
quizá mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una
historia corrompida en la que se mezclan revoluciones fracasadas, las técnicas
enloquecidas, los dioses muertos y las ideologías extenuadas; en la que poderes
mediocres, que pueden destruirlo todo, no saben convencer; en que la
inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y de la opresión,
esa generación ha debido, en sí misma y a su alrededor, restaurar, partiendo de
sus amargas inquietudes, un poco de lo que constituye la dignidad de vivir y de
morir. Ante un mundo amenazado de desintegración, en el que nuestros grandes
inquisidores arriesgan establecer para siempre el imperio de la muerte, sabe
que debería, en una especie de carrera loca contra el tiempo, restaurar entre
las naciones una paz que no sea la de la servidumbre, reconciliar de nuevo el
trabajo y la cultura y reconstruir con todos los hombres una nueva Arca de la
alianza. No es seguro que esta generación pueda al fin cumplir esa labor
inmensa, pero lo cierto es que, por doquier en el mundo, tiene ya hecha, y la
mantiene, su doble apuesta en favor de la verdad y de la libertad y que,
llegado al momento, sabe morir sin odio por ella.
Es esta generación la que debe ser saludada y alentada donde
quiera que se halla y, sobre todo, donde se sacrifica. En ella, seguro de
vuestra segura aprobación, quisiera yo declinar hoy el honor que acabáis de
hacerme.
Al mismo tiempo, después de expresar la nobleza del oficio
de escribir, querría yo situar al escritor en su verdadero lugar, sin otros
títulos que los que comparte con sus compañeros de lucha, vulnerable pero
tenaz, injusto pero apasionado de justicia, realizando su obra sin vergüenza ni
orgullo, a la vista de todos; atento siempre al dolor y la belleza; consagrado,
en fin, a sacar de su ser complejo las creaciones que intenta levantar,
obstinadamente, entre el movimiento destructor de la historia.
¿Quién, después de esos, podrá esperar del presente
soluciones ya hechas y bellas lecciones de moral? La verdad es misteriosa,
huidiza, y siempre hay que tratar de conquistarla. La libertad es peligrosa,
tan dura de vivir como exaltante. Debemos avanzar hacia esos dos fines, penosa
pero resueltamente, descontando por anticipado nuestros desfallecimientos a lo
largo de tan dilatado camino. ¿Qué escritor osaría, en conciencia, proclamarse
predicador de virtud? En cuanto a mí, necesito decir una vez más que no soy
nada de eso. Jamás he podido renunciar a la luz, a la dicha de ser, a la vida
libre en que he crecido. Pero aunque esa nostalgia explique muchos de mis
errores y de mis faltas, indudablemente me ha ayudado a comprender mejor mi
oficio y también a mantenerme, decididamente, al lado de todos esos hombres
silenciosos, que no soportan en el mundo la vida que les toca vivir más que por
el recuerdo de breves y libres momentos de felicidad y esperanza de volverlos a
vivir.
Reducido así a lo que realmente soy, a mis verdaderos
límites, a mis deudas y también a mi fe difícil, me siento más libre para
destacar, al concluir, la magnitud y generosidad de la distinción que acabáis
de hacerme. Más libre también para deciros que quisiera recibirla como homenaje
rendido a todos los que, participando en el mismo combate, no han recibido privilegio
alguno y, en cambio, han conocido desgracias y persecuciones. Solo me resta
daros las gracias, desde el fondo de mi corazón, y haceros públicamente, en
prenda de personal gratitud, la misma y vieja promesa de felicidad que cada
verdadero artista se hace a sí mismo, silenciosamente, todos los días.
Albert Camus
Discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura, 1958.
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