El punto de vista ruso
Por dudosos que con frecuencia nos mostremos sobre si los
franceses o los estadounidenses, que tanto en común tienen con nosotros, pueden
comprender la literatura inglesa, hemos de admitir dudas mayores sobre si, pese
a todo su entusiasmo, los ingleses pueden comprender la literatura rusa. El
debate sobre qué queremos decir por “comprender” podría alargarse
indefinidamente. A todo el mundo se le ocurrirán ejemplos de escritores
estadounidenses que, en lo particular, poseen el más elevado discernimiento
sobre nuestra literatura y sobre nosotros; que han vivido una vida entera entre
nosotros y, finalmente, han dado pasos legales para volverse súbditos del rey
Jorge. Con todo y eso ¿nos han entendido, no han permanecido hasta el final de
sus días siendo extranjeros? ¿Podría creer alguna persona que las novelas de
Henry James fueron escritas por un hombre criado en la sociedad que describe,
que su crítica de los autores ingleses fue escrita por un hombre que leyó a
Shakespeare sin ninguna conciencia del océano Atlántico y de los doscientos o
trescientos años que, en la orilla más lejana del mismo, separa su civilización
de la nuestra? El extranjero logrará a menudo una percepción y un alejamiento
especial, un ángulo de visión agudo, pero no esa liberación de la conciencia de
sí mismo, esa comodidad y camaradería y sentido de los valores comunes que permiten
la intimidad, la cordura, el rápido toma y daca de los intercambios familiares.
No solo ocurre que todo esto nos separa de la literatura
rusa, sino una barrera mucho más seria: la diferencia de idioma. De todos los
que se regalaron con Tolstói, Dostoievsky y Chéjov en los últimos veinte años,
no más de uno o quizás dos pudieron leerlos en ruso. Nuestras estimaciones de
sus cualidades fueron formadas por críticos que nunca leyeron una palabra en
ruso, nunca vieron Rusia, incluso nunca oyeron esa lengua hablada por nativos;
hemos tenido que depender, ciega e implícitamente, del trabajo de los
traductores.
Lo que estamos diciendo se limita a lo siguiente, entonces:
que hemos juzgado toda una literatura desnudada de su estilo. Cuando se ha
cambiado toda palabra de una oración del ruso al inglés, con eso se ha alterado
un poco el sentido y del todo el sonido, el peso y al acento de las palabras en
la relación que guardan entre sí; nada queda sino una versión tosca y burda del
sentido. Así tratados, los grandes escritores rusos son como hombres privados,
por un terremoto o un accidente ferroviario, no solo de su ropa, sino de algo
más sutil e importante: sus costumbres, la idiosincrasia de su carácter. Lo que
resta es, como lo han probado los ingleses mediante el fanatismo de su
admiración, algo muy poderoso y muy impresionante, pero es difícil estar
seguros, dadas hasta dónde confiar en que no estamos haciéndoles imputaciones,
no los estamos distorsionando, no estamos leyendo en ellos un subrayado que es
falso.
Han perdido su ropa, decimos, en alguna catástrofe terrible,
pues cualquier figura de este tipo describe la sencillez, la humanidad liberada
de cualquier esfuerzo por ocultar y disfrazar sus instintos, que la literatura
rusa trae a nosotros, se deba a la traducción o a alguna otra causa más
profunda. Encontramos que estas cualidades todo lo empapan, que son igual de
obvias en los escritores menores que en los grandes. “Aprendan a ser los
iguales de la gente. Incluso me gustaría agregar: háganse indispensables a
ella. Pero que esa simpatía no sea de la mente -pues con la mente es fácil-
sino con el corazón, con amor por ella.” “Viene de los rusos” se diría al
instante, si uno tropezara con esta cita. La sencillez, la ausencia de
esfuerzos, la suposición de que en un mundo rebosante de miseria el principal
llamado que se nos hace es a comprender a nuestros compañeros de sufrimiento, y
que “no sea de la mente -pues con la mente es fácil- sino con el corazón”: tal
es la nube que gravita sobre toda la literatura rusa, que nos aleja de nuestra
brillantez parchada y de nuestros caminos agostados para que nos expandamos a
su sombra… con resultados desastrosos, desde luego. Caemos en la torpeza y en
la conciencia de nosotros mismos; negamos nuestras cualidades, escribirnos con
una afectación de bondad y sencillez que es nauseabunda al extremo. No sabemos
decir “hermano” con sencilla convicción. Hay una historia del señor Galsworthy
en que uno de los personajes se dirige de esa manera a otro (ambos se
encuentran en las honduras del infortunio). De inmediato todo se vuelve forzado
y afectado. El equivalente inglés de “hermano” es “mate”, una palabra muy
diferente, que algo de sardónico tiene en sí, una indefinible insinuación de
buen humor. Aunque se hayan encontrado en las honduras del infortunio, esos dos
ingleses que así se dirigen uno al otro hallarán, estamos seguros, un empleo,
harán fortuna, dedicarán los últimos años de sus vidas al lujo y dejarán una
suma de dinero para evitar que algunos pobres diablos se llamen entre sí
“hermano” en el Embankment. Pero es el sufrimiento común el que produce esa
sensación de hermandad y no la felicidad, el esfuerzo o el deseo común. Esa
“tristeza profunda” que el Dr. Hagberg Wright piensa típica del pueblo ruso es
la que crea su literatura.
Desde luego, una generalización de este tipo, incluso aunque
verdadera en cierto grado cuando se la aplica al cuerpo de la literatura,
cambia profundamente si un escritor de genio se pone a trabajar con ella. De
inmediato surgen otras cuestiones. Se ve entonces que una “actitud” no es
sencilla, sino compleja en grado sumo. Hombres robados de sus sacos y de sus
modales, aturdidos por un accidente ferroviario, dicen cosas duras, cosas
ásperas, cosas desagradables, cosas difíciles, incluso aunque las digan con el
abandono y la sencillez que en ellos producen las catástrofes. Ante Chéjov,
nuestras primeras impresiones no son de sencillez, sino de perplejidad. ¿Qué
quiere decir, por qué extrae un cuento de esto? preguntamos mientras leemos un
cuento tras otro. Un hombre se enamora de una mujer casada, se separan y
vuelven a encontrarse y, al final, se los deja hablando acerca de su posición y
de los medios por los cuales pueden liberarse de “esta esclavitud intolerable”.
“-¿Cómo, cómo? -pregunta asiéndose la cabeza… se diría que
en un momento iba a surgir la solución y entonces comenzaría una vida nueva y
espléndida.” Allí acaba. Un cartero conduce a un estudiante a la estación y a
lo largo del camino el estudiante procura que el cartero hable, pero éste
permanece silencioso. De pronto el cartero dice, inesperadamente: “Es contra el
reglamento llevar a una persona con el correo”. Y camina de un lado a otro del
andén con un gesto de enojo en la cara. “¿Con quién estaba enojado? ¿Con la
gente, con la pobreza, con las noches de otoño?”. De nuevo, allí acaba el
cuento.
Pero ¿es éste el final? preguntamos. Más bien quedamos con
la sensación de que no vimos las señales carreteras; o como si una melodía se
hubiera interrumpido antes de tiempo, sin los acordes esperados al cierre. Son
cuentos inconclusos, decimos, y procedemos a componer una crítica basada en la
suposición de que los cuentos han de concluir de un modo que podamos reconocer.
Al hacer esto, planteamos la cuestión de nuestra aptitud como lectores. Allí
donde la melodía es familiar y el final enfático -los amantes se reúnen, los
villanos son derrotados, las intrigas quedan al descubierto-, como ocurre en
gran parte de la narrativa victoriana, difícilmente nos extraviaremos; pero si
la melodía no es familiar y el final una nota de interrogación o la simple
información de que los personajes siguieron hablando, como sucede en Chéjov,
necesitamos un sentido de la literatura muy atrevido y alerta para escuchar la
melodía, y en especial esas notas finales que completan la armonía. Es probable
que hayamos de leer muchísimos cuentos antes de sentir, y esa sensación es
esencial para nuestra satisfacción, que mantenemos unidas las partes, y que
Chéjov no solo se limitaba a divagar desconectadamente, sino que tocaba primero
esta nota y luego la otra con intención, para completar el significado.
Debemos explorar para descubrir dónde es correcto poner el
subrayado en estos cuentos extraños. Las propias palabras de Chéjov nos sirven
de guía en la dirección correcta: “… una conversación como ésta que
sostenemos”, dice, “habría sido impensable para nuestros padres. Por la noche
no hablaban, sino que dormían profundamente; nuestra generación duerme mal, es
inquieta, pero habla muchísimo y siempre está intentando decidir si estamos en
lo correcto o no”. La literatura de sátira social y de sutilezas psicológicas
surge de ese sueño inquieto, de esa charla incesante; pero, después de todo,
hay una diferencia enorme entre Chéjov y Henry James, entre Chéjov y Bernard
Shaw. Es obvio, pero ¿de dónde procede? También Chéjov está consciente de los
males y de las injusticias de la situación social; la condición de los
campesinos lo asombra, pero no está en él el celo del reformador, no está allí
la señal de que nos detengamos. La mente le interesa enormemente; es un
analista de las relaciones humanas de lo más sutil y delicado. Pero, una vez
más, no, allí no está el final. ¿Será qué primariamente no le interesan las
relaciones del alma con otras almas, sino la relación del alma con la salud, la
relación del alma con la bondad? Esos cuentos nos muestran siempre alguna
afectación, pose, falta de sinceridad. Algunas mujeres caen en una relación
falsa, algunos hombres han sido pervertidos por la inhumanidad de su
circunstancia. El alma está enferma, el alma se cura, el alma no se cura. He
ahí los puntos subrayados en esos cuentos.
Una vez que el ojo se acostumbra a esos matices, la mitad de
las “conclusiones” empleadas en la narrativa se desvanecen en el aire; se
muestran como transparencias que tienen una luz por detrás: chillonas,
deslumbrantes, superficiales. El aseo general del capítulo último -el
matrimonio, la muerte, la expresión de valores tan sonoramente anunciados con
trompetas, tan notoriamente subrayados- adquiere una naturaleza de lo más
rudimentaria, Nada se resuelve, sentimos; nada se sostiene unido correctamente.
Por otra parte, ese método que de principio parecía tan casual, tan inconcluso,
tan ocupado con nimiedades, ahora se presenta como el resultado de un gusto
exquisitamente original y quisquilloso, que elige con atrevimiento, que pone
orden infaliblemente y que está controlado por una honestidad para la que no
hallamos pareja, salvo entre los propios rusos. Tal vez no haya respuesta para
esas preguntas, pero al mismo tiempo jamás manipulemos las pruebas, a modo de
producir algo adecuado, decoroso, agradable a nuestra vanidad. Acaso éste no
sea el modo de captar el oído del público; después de todo, se encuentra
acostumbrado a una música más sonora, a medidas más rotundas; pero ellos han
escrito la melodía según sonaba. En consecuencia, conforme leemos estos cuentos
que de nada tratan, el horizonte se amplía; el alma gana una sensación de
libertad pasmosa.
Cuando leemos a Chéjov, nos descubrimos repitiendo una y
otra vez la palabra “alma”. Asperja sus páginas. Los borrachos viejos la
emplean con toda libertad: “… has subido mucho en el escalafón, nadie te
alcanza, pero no tienes un alma real, mi querido muchacho… careces de fuerza”.
De hecho, el alma es el personaje central de la narrativa rusa. Delicada y
sutil en Chéjov, sujeta a un número infinito de humores y perturbaciones, es de
mayor profundidad y volumen en Dostoievsky, capaz de enfermedades violentas y
de fiebres violentas, pero con todo sigue siendo la preocupación dominante.
Quizá tal sea la causa de que al lector inglés le cueste un esfuerzo grande el
leer por segunda vez Los hermanos Karamázov o Demonios.
El “alma” le es ajena. Incluso antipática. Tiene poco sentido del humor y
ninguno de la comedia. Carece de forma. Mantiene una relación ligera con el
intelecto. Está confusa, es difusa, tumultuosa, incapaz al parecer de someterse
al dominio de la lógica o a la disciplina de la poesía. Las novelas de
Dostoievsky son remolinos bullentes, tormentas de arena giratorias, trombas que
sisean, hierven y nos absorben. Se componen única y totalmente del material del
alma. A pesar de nuestra voluntad nos devoran, nos sacuden, ciegan, sofocan y,
al mismo tiempo, nos llenan de un éxtasis vertiginoso. Excepto Shakespeare, no
hay lectura más excitante. Abrimos la puerta y nos encontramos en una
habitación llena de generales rusos, de tutores de generales rusos, sus hijastras
y primos y multitudes de gente miscelánea que hablan a plena voz de sus asuntos
más íntimos. Pero ¿dónde estamos nosotros? De seguro corresponde al novelista
informarnos si estamos en un hotel, en un piso o en alojamientos rentados. Pero
a nadie se le ocurre explicar. Somos almas, almas torturadas, infelices, cuyo
negocio único es hablar, revelar, confesar, desnudar ante cualquier
desgarramiento de la carne y el nervio esos pecados agrios que se arrastran en
la arena al fondo de nosotros. Pero, según escuchamos, nuestra confusión se
asienta lentamente. Nos lanzan una cuerda, pescamos un soliloquio, sujetos por
la piel de nuestros dientes nos vemos impulsados a través del agua; afiebrados,
agitados, avanzamos presurosos más y más, si ahora sumergidos, después en un
momento de visión que nos permite comprender más de lo que nunca habíamos
comprendido, recibiendo revelaciones tales que solo se obtienen de la prensa de
la vida cuando en pleno funcionamiento. Según volamos lo recogemos todo -el
nombre de las personas, sus relaciones, que paran en un hotel en Roulettenburg,
que Polina está enredada en una intriga con el marqués de Grieux-, pero ¡qué
asuntos tan poco importantes son éstos comparados con el alma! Es el alma lo
que cuenta, sus pasiones, sus tumultos, su asombrosa mezcla de hermosura y
vileza. Y de pronto nuestras voces se levantan en estallidos de risa o si nos
sacude el más violento de los sollozos ¿habrá algo más natural? Apenas merece
comentario. El ritmo al cual vivimos es tan tremendo, que de nuestras ruedas
brotan chispas según huimos. Además, cuando así aumenta la velocidad y se ven
los elementos del alma, aunque no separados en escenas de humor y escenas de
pasión, según los conciben nuestras mentes inglesas más lentas, sino veteados,
revueltos, confundidos inextricablemente, revelándose así un panorama nuevo de
la mente humana. Las viejas divisiones se funden entre sí. Los hombres son a la
vez villanos y santos, sus actos bellos y despreciables a la vez. Amamos y
odiamos al mismo tiempo. Nada hay de esa división precisa entre bien y mal a la
que estamos acostumbrados. A menudo, aquellos por quienes sentimos mayor afecto
son los criminales mayores y los pecadores más abyectos nos llevan a la
admiración más fuerte, así como al amor.
Impulsado a la cresta de las olas, impelido contra y
apaleado en las piedras del fondo, al lector inglés le resulta difícil sentirse
cómodo. Le han invertido el proceso al que se acostumbró en su propia
literatura. Si deseamos contar la historia de los amoríos de un general (y en
primer lugar nos resultaría muy difícil no reírnos de él), habremos de empezar
por su casa; debemos hacer sólido su entorno. Solo cuando todo está listo
intentaremos atender al propio general. Además, en Inglaterra gobierna la
tetera y no el samovar; el tiempo está limitado; el espacio apeñuscado; se hace
sentir la influencia de otros puntos de vista, de otros libros, incluso de
otras épocas. La sociedad está dividida en la clase baja, la media y la alta,
cada una dueña de su tradición, de sus modales y, hasta cierto grado, de su
propio lenguaje. Lo quiera o no, el novelista inglés sufre la presión constante
de reconocer esas barreras y, en consecuencia, se le impone un orden y algún
tipo de forma, se inclina por la sátira más que por la compasión, por el
escrutinio de la sociedad más que por el entendimiento de los individuos en sí.
Ninguna de esas restricciones se impusieron a Dostoievsky.
Le es igual que usted sea noble o persona sencilla, un vagabundo o una gran
dama. No importa quién sea, es la vasija de ese líquido perplejo, de esa
materia nubosa, espumosa, preciosa, llamada alma. El alma no está restringida
por barreras. Se derrama, fluye, se mezcla al alma de otros. La sencilla
historia de un oficinista de banco incapaz de pagar una botella de vino se
desparrama, antes de que sepamos lo que está ocurriendo, hacia la vida del
suegro y de sus cinco amantes, a las que trata abominablemente el suegro, y
hacia la vida del cartero, y de la sirvienta, y de las princesas que se alojan
en el mismo conjunto de pisos, pues nada es ajeno a la provincia de
Dostoievsky, y cuando se siente cansado no para, sino que sigue adelante. No
puede detenerse. El alma humana se derrumba sobre nosotros caliente,
escaldadora, mezclada, maravillosa, terrible, opresiva.
Queda el mayor de todos los novelistas, pues ¿de qué otro
modo llamar al autor de La guerra y la paz? ¿También Tolstói nos
resultará ajeno, difícil, extranjero? ¿Hay en su ángulo de visión alguna rareza
que, al menos hasta habernos vuelto discípulos y por tanto haber perdido
nuestra orientación, nos mantenga a distancia, llenos de sospecha y
perplejidad? En todo caso, desde sus primeras palabras estamos seguros de una
cosa: He aquí un hombre que ve lo que vemos, que además procede como estamos
acostumbrados a proceder, no del interior al exterior sino del exterior al
interior. Hay un mundo en el cual a las ocho de la mañana se escucha el llamado
del cartero y las personas se van a la cama entre las diez y las once. He aquí
un hombre que, además, no es un salvaje, no es un hijo de la naturaleza; está
educado y ha tenido toda suerte de experiencias. Es uno de esos que nació
aristócrata y aprovechó sus privilegios a plenitud. Es metropolitano, no
suburbano. Sus sentidos, su intelecto, son agudos, poderosos y están bien
nutridos. Hay algo de orgulloso y soberbio en el ataque que una mente y un
cuerpo así lanzan sobre la vida. Nada parece escapársele. Nada escapa a su
vista sin ser registrado. Por tanto, nadie puede transmitir como él la
excitación del deporte, la belleza de los caballos y toda el hambre fiera por
el mundo de los sentidos que posee un joven fuerte. Toda ramita, toda pluma se
pega a su imán. Nota el azul o el rojo del blusón de un niño, el modo en que un
caballo mueve la cola, el sonido de una tos, las acciones de un hombre que
intenta meter las manos en unos bolsillos que han sido cosidos. Y lo que
informa su ojo infalible sobre una tos o los trucos de unas manos, su cerebro
infalible lo une a algo oculto en el carácter de la gente, de modo que la conocemos
no solo por el modo en el que ama y sus puntos de vista políticos y la
inmortalidad del alma, sino también por el modo en que estornuda y se
atraganta. Incluso tratándose de una traducción, sentimos que nos han puesto en
la cima de una montaña con un telescopio en las manos. Todo es asombrosamente
claro y absolutamente nítido. Pero entonces, de pronto, justo cuando exultamos,
respirando hondo, sintiéndonos a la vez fortalecidos y purificados, algún
detalle -tal vez la cabeza de un hombre- nos llega, de modo alarmante, desde el
cuadro, como si expulsado de allí por la intensidad misma de la vida que tiene.
“De pronto, me sucedió una cosa extraña: primero dejé de ver lo que me rodeaba,
luego su rostro pareció desvanecerse hasta solo quedar los ojos, a continuación
los ojos parecían estar en mi propia cabeza y luego todo se volvió confuso;
nada podía captar y me vi forzado a cerrar los ojos, para librarme de esa
sensación de placer y miedo que su mirada producía en mí…”
Una y otra vez compartimos los sentimientos de Masha
en Felicidad conyugal. Cerramos los ojos para escapar a la
sensación de placer y miedo. A menudo es el placer el que está en primer plano.
En esa misma historia hay dos descripciones, una la de una chica que de noche
camina por un jardín con su amado, otra la de una pareja recién casada
jugueteando por su sala, que de tal manera transmiten la sensación de felicidad
intensa que cerramos el libro para sentirnos mejor. Pero siempre se da un
elemento de miedo que, así ocurre con Masha, nos hace desear huir de la mirada
puesta por Tolstói en nosotros. ¿Surgirá de esa sensación, que en la vida real
pudiera acosarnos, de que tal felicidad, tal y como él la describe, es
demasiado intensa para durar, que estamos al borde del desastre? ¿O no será que
la intensidad misma de nuestro placer es un tanto cuestionable, forzándonos a
preguntarnos, junto con Pozdnishev en La Sonata Kreutzer “¿para
qué vivir?” La vida domina a Tolstói tal como el alma domina a Dostoievsky. En
el centro de todos los pétalos brillantes y centelladores de la flor siempre se
encuentra este escorpión: “¿Para qué vivir?” Siempre, en el centro del libro,
hay algún Olenin o Pierre o Levin que reúne en sí toda la experiencia, le da
vuelta al mundo en los dedos y nunca deja de preguntar, incluso cuando lo está
gozando: cuál es el significado de esto y cuáles debieran ser nuestras metas.
No se trata del sacerdote que fragmenta de modo tan efectivo nuestros deseos;
es el hombre que los ha conocido y los ha amado. Cuando se mofa de ellos, el
mundo se vuelve polvo y cenizas bajo nuestros pies. De esta manera, el miedo se
mezcla a nuestro placer. De los tres grandes escritores rusos, es Tolstói el
que más nos sojuzga y más nos repele.
Pero la mente toma sus inclinaciones del lugar donde nace y,
no hay duda, cuando tropieza con una literatura tan ajena como la rusa, huye
por una tangente muy alejada de la verdad.
Virginia Woolf
Comentarios
Publicar un comentario
Cualquier opinión inteligente, relacionada con el tema de cada post y expresada con educación, será bien recibida. El resto, se suprimirá.