El oficio de editar y algunas pistas para los autores
Cada editor, según su línea
editorial, recibe un número variable de manuscritos. Algunos reciben cientos
por mes, otros decenas y otros alguno que otro. Yo he recibido, a lo largo de
los años, un promedio de tres o cuatro manuscritos por semana, no más. Y cuando
digo “manuscritos” me refiero a manuscritos no solicitados, de esos que llegan
por correo o por mensajero, habitualmente acompañados por una carta del autor
con la que este pretende ganarse la buena voluntad del editor como lector.
Craso error, desde luego, porque estas cartas, llenas de elogios al editor,
quedaban en mi caso sin leer hasta una vez tomada una decisión con respecto a
la obra.
Mi método siempre fue el mismo. Solía abrir el manuscrito en su primera página
y leer en voz alta las primeras líneas. Luego iba a la última página y leía,
siempre en voz alta, las últimas líneas. Finalmente abría al azar
aproximadamente en la mitad, y leía unas líneas. Si este muestreo no provocaba
mi hilaridad o mi indignación _algo muy habitual, hilaridad o indignación
regocijadamente compartidas por mi secretaria_, volvía a la primera página y la
leía entera. Luego a la última. Luego a la mitad del libro.
El manuscrito que lograba superar
este somero, arbitrario y seguramente injusto procedimiento, era apartado y mi
secretaria me lo mandaba a casa por mensajero, junto con los otros cinco o seis
que habían logrado despertar un interés de la misma índole.
En mi casa, por las tardes, el
procedimiento era exactamente el mismo pero el muestreo ya no era el de un total
de tres páginas sino el de cinco o seis del principio, cinco o seis del final y
cinco o seis del medio. Tal vez uno o dos manuscritos sobrevivieran a esta
criba. Estos, apartados, eran mi lectura de los siguientes días. Los demás
volvían a la oficina y de ahí a sus autores.
La lectura de los manuscritos así
seleccionados comenzaba, ahora con un lápiz en la mano, después de una pausa
para un café y una serie de meditaciones acerca de la gramática, la sintaxis,
las vocaciones equivocadas y el sentido de la vida en general. Y los peligros
de escribir y los, aún mayores, de editar.
¿Cuáles eran mis criterios? En
primer lugar que el autor supiera escribir. Hay muchos autores cultos que no
saben escribir. Y no me refiero únicamente a ese oído musical imprescindible
para que la prosa “cante”, como puede cantar a veces la poesía. Me refiero
sencillamente al saber usar los verbos, saber conjugar; al saber deletrear y
acentuar las palabras; al tener una noción de la función de los puntos y las
comas; en una palabra, al haber aprendido alguna vez lo que se enseña en las
escuelas primarias. Es sorprendente hasta qué punto escritores de ley presentan
manuscritos que, juzgados solo por reglas gramaticales, serían rechazados por
maestros de instrucción básica.
En segundo lugar, el contenido de
la primera página. Siempre dije: una novela debe comenzar en la página 1. Es
igualmente sorprendente la cantidad de autores que se sienten en la obligación
de explicar la novela antes de entrar de lleno en ella. Y aunque en una novela
como José y sus hermanos Thomas Mann
inflija al lector unas cien páginas de filosofía antes de poner en marcha la
acción, no perdamos la perspectiva y el sentido de la medida: Thomas Mann, como
Lev Tolstói, era capaz de transformar cien páginas de filosofía en novela
mediante el arte consumado de su prosa. Otros autores no lo son.
Mario Muchnik
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