Por qué escribo

Es una pregunta que me hago yo mismo. Y para la cual no tengo una respuesta exclusiva; o, como diría Descartes, clara y distinta. Escribí 48 libros a lo largo de 30 años, aparte de aquellos en que participé como coautor. Redacto de ocho a diez artículos periodísticos al mes. Y... ¿por qué escribo? Planteo una variedad de hipótesis no excluyentes.
Escribo para construir mi propia identidad. Si hubiese sido criado por lobos, ¿será que me sentiría lobo en el mundo? La identidad es también reflejo de un juego de espejos. Si mis padres y maestros me hubiesen inculcado que soy inútil para las letras, y no me hubiera quedado otra alternativa que trabajar en una mina, quizás hoy _si hubiera sobrevivido_ fuese un minero jubilado.
Mi experiencia, sin embargo, fue diferente. Los espejos relucieron en otras direcciones. Ya traía dentro de mí un factor filogenético. Mi padre escribe crónicas. Mi madre publicó siete libros de cocina. El gato de la casa no escribe, pero parece que le gusta leer, a juzgar por el modo como se enrolla en periódicos y revistas.
Viene, además, el factor ontogenético. En segundo año de primaria, en el Grupo Escolar Barão do Rio Branco, Belo Horizonte, doña Dercy Passos, que me enseñó el código alfabético, entra en clase con nuestras redacciones bajo el brazo. La profesora pregunta a los alumnos: “¿Por qué no hacen como Carlos Alberto? Él no pide a sus padres que le hagan sus composiciones”. (Hermoso: composición. Promueve la escritura al nivel de la poesía y de la música). La frase elogiosa me sacó del anonimato, infló mi ego, me dio un poco más de seguridad en el arte redaccional.
Me volví un lector ávido. Monteiro Lobato, la colección “Terramarear”, el Tesoro de la Juventud. No leía con la cabeza sino con los ojos. El texto se me volvía espejo y yo veía mi propio rostro en lugar del perfil anónimo del autor. Más que el contenido, me encantaba la sintaxis, el modo de construir una oración, la fuerza de los verbos, la riqueza de las expresiones, la magia de encontrar el vocablo apropiado para el lugar exacto.
Primer ciclo de secundaria, colegio Dom Silverio, de los hermanos maristas, Belo Horizonte. El hermano José Henriques Pereira, profesor de portugués, me espera a la salida de clase. Me llama aparte y dice: “Usted solamente no será escritor si no quiere”.
Escribo para manejar estéticamente las fuerzas extrañas que emanan de mi inconsciente. Poco a poco fui descubriendo que nada me da más placer en la vida que escribir. Condenado a hacerlo, iría a prisión perpetua con las letras, con tal que pudiese producir mis textos. A los candidatos a escritor les brindo este criterio: si consigue ser feliz sin escribir, quizá su vocación sea otra. Un verdadero escritor nunca será feliz fuera de este oficio.
Escribo para ser feliz. Barteanamente, para tener placer. El sabor del saber. Tanto que, una vez publicado, el texto ya no me pertenece. Es como un hijo que alcanzó la madurez y marchó de casa. Ya no tengo dominio sobre él. Al contrario, son los lectores los que pasan a tener dominio sobre el autor. En ese sentido, toda escritura es una oblación, algo que se ofrece a los demás. Ofrenda narcisista de quien busca superar la devastación de la muerte. El texto eterniza a su autor.
Escribo también para sublimar mi pulsión y dar forma a la babel que me llena interiormente. La literatura es el reverso del sicoanálisis. Quien va al sofá es el lector-analista. Tumbado o recostado, oye nuestras confidencias, descifra nuestros sueños, dibuja nuestro perfil, se da cuenta de nuestros ángeles y demonios. Por eso, así como los sicoanalistas evitan las relaciones de amistad con sus pacientes, yo prefiero mantenerme distante de los lectores. Yo no soy la obra que hago. Ella es mejor y mayor que yo. Mientras tanto, ella me revela con una transparencia que nunca alcanzo en ninguna conversación personal. Tengo miedo de la mirada caníbal de los lectores, como si mi persona pudiese corresponder a las fantasías que se forjan a partir de la lectura de mis textos. Tengo miedo también de mi propia fragilidad.
El texto teje la tela de mi coraza. Con ella me visto, en ella me abrigo y me refugio. Es mi nido encantado. Mirador privilegiado desde el cual contemplo el mundo. Desde ahí puedo ajustar los lentes del código alfabético para hablar de religión y política, de arte y ciencia, de amor y dolor. Recreo el mundo. Por eso, escribir exige cierto distanciamiento.
Debiera de haber monasterios en las montañas donde los escritores pudieran refugiarse para crear. No puedo ejercer mi oficio textil rodeado de interrupciones, como llamadas telefónicas, idas y venidas, reuniones, etc. Me retiro para hacerlo. Estoy de acuerdo con João Ubaldo Ribeiro cuando afirma: “Escribir, para mí, es un acto íntimo, tan íntimo que no acierto a escribir frente a alguien, salvo en la redacción del periódico, que es como un sauna, donde todo el mundo está desnudo y no se fija en la desnudez ajena”.
“En el principio era el Verbo...”, proclama el prólogo del evangelio de Juan. Al final también lo será. Verbo que se hace carne y meollo y, aún así, permanece impronunciable. Innombrable. La palabra ara y siembra, pero sus frutos nunca son totalmente saboreables. Polisémico, el verbo es misterio.
“Escribo por vanidad”, confesaba el poeta Augusto Federico Schmidt. En general los escritores son insoportablemente vanidosos. Tanto que llegan a crear academias literarias para autoconcederse el título de “inmortales”. Allí la mayoría sobrevive a sus propias obras. ¿Qué autor no atribuye una importancia superlativa a lo que escribe? Si el libro no se convierte en best seller y no es elogiado por la crítica, el autor culpa al editor, a la distribuidora, al prejuicio de los medios, a los círculos literarios de las ciudades.
Pero ¿alguien conoce una obra de indiscutible valor literario que haya sido olvidada por haber sido impresa en la imprenta del municipio de Caixa Prego? Lo que vale, temprano o tarde se impone. Lo que no lo tiene, aunque haya sido catapultado a las alturas por los nuevos y millonarios recursos de mercadotecnia, no perdura. El buen texto es aquel que deja regusto en el paladar del alma. Deseo de leerlo de nuevo.
Todo texto, sin embargo, depende del contexto. Por eso, dos lectores tienen diferentes apreciaciones del mismo libro. Cada uno lee a partir de su contexto. La cabeza piensa donde pisan los pies. El contexto proporciona la óptica que penetra más o menos en la riqueza del texto. Un alemán tiene más posibilidades de saborear a Goethe que un brasileño. Este, a su vez, gana al alemán al incursionar en los grandes caminos y trayectos de Guimarães Rosa. Desde mi contexto leo el texto y extraigo, para mi vida, el pretexto.
Escribo en computador. Cuando busco un tratamiento estético más depurado, lo hago a mano. Hemingway escribía de pie. Kipling con tinta negra, en cuadernos de hojas azules con márgenes blancos, hechos especialmente para él. Henry James hacía un esbozo escena por escena antes de comenzar una novela. Faulkner decía que “oía voces”. Dorothy Parker confesaba: “No consigo escribir cinco palabras sin que cambie siete”. Escribir es cortar palabras y modificar frases.
Escribo para asegurar mi sustento, que no viene como maná del cielo ni de la iglesia, gracias a Dios. Un libro da dinero, como la lotería: para unos pocos. En este país de analfabetos, donde los alfabetizados no tienen hábito de lectura, y las pequeñas tiradas editoriales encarecen el costo del producto, vivir de derechos de autor es privilegio de una Ruth Rocha y de un Paulo Coelho. Mío también, guardadas las proporciones. Porque tengo muchos libros, destinados a diferentes segmentos de lectores y, como religioso y célibe, un costo de vida relativamente reducido. Si tuviera familia, sería difícil vivir de esos derechos de autor.
Escribo para exponer mi “sentimiento de mundo”, en expresión del escritor Carlos Drummond de Andrade. Intentar decir lo indecible, describir el misterio y ejercer, como artista, mi vocación de clon de Dios. Solo sé decir el mundo a través de las palabras. Solo sé comprender este pez sutil e indomable _lo real_ a través del escrito. Es mi forma de oración.
Quizás, por esa misma razón, Dios haya preferido la literatura para expresarse. Podía haberlo hecho mediante la pintura o la escultura. Podía haber esperado al cine, a la fotografía, a la televisión o a la cibernética. No, escogió un texto, la Biblia.
Hombre de fe, escribo porque hay algo de divino en este oficio que desciende a las profundidades de lo humano, volviéndolas trascendentales.
Escribo, en fin, porque no sé hacer otra cosa ni tengo motivos para dejar de hacerlo.
Aún así, me sigo preguntando: ¿por qué escribo? Y tengo ansias de confesar que, en el fondo, es para impedir que se cure la locura que, tras esa aparente formalidad, hace de mí un hombre embriagadoramente alucinado.
Frei Betto

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