Escribir
“13.15. Todos los tripulantes de
los compartimientos sexto, séptimo y octavo pasaron al noveno. Hay 23 personas
aquí. Tomamos esta decisión como consecuencia del accidente. Ninguno de
nosotros puede subir a la superficie. Escribo a ciegas”. Estas palabras,
escritas por un oficial del Kursk en
un pedazo de papel, tienen la turbadora exactitud que pedimos a un texto
literario. El autor está rodeado de bocas que exhalan un pánico que ni siquiera
nombra. Él mismo debe de encontrarse al borde de la desesperación, pero no tiene
tiempo ni papel para recrearse en la suerte. Ha de hacer, pues, una selección
rigurosa de los materiales narrativos, y el resultado es esa obra maestra en la
que, sin embargo, solo cuenta aquello a lo que se puede asignar un número: la
hora y la cantidad de hombres. En situaciones extremas, la literatura sale a
presión, como por la grieta de una tubería reventada. El documento del oficial
del Kursk es bueno porque es
necesario. Mientras la muerte trepaba por sus piernas, ese hombre se entregó
con fría vehemencia a la literatura. Y de qué modo.
Naturalmente, lo que no dice ocupa
más de lo que dice, pero lo ausente ha de aportarlo el lector, que es tan
responsable de lo que lee como el escritor de lo que escribe. Sería absurdo
comenzar una novela afirmando de un frutero que es bípedo. El lector tiene la
obligación de saber que los fruteros son bípedos y que están dotados de cuatro
extremidades con cinco dedos en cada una de ellas. Sin estos sobreentendidos
primordiales, la escritura resultaría imposible.
Lo curioso es que un billete con
cuatro líneas aparecido en el bolsillo de un cadáver responda de súbito a la
vieja pregunta de para qué sirve la literatura. Sirve para contarlo. Todos
aquellos que aspiran a escribir deberían recitar el texto del Kursk como una oración. Ser escritor, al
menos cierto tipo de escritor, significa vivir rodeado de pánico percibiendo a
tu alrededor bultos que pasan de un compartimiento a otro con los calcetines
mojados. Y tú eres uno de esos bultos: aquel que, por encima o por debajo del
miedo, está poseído por la necesidad de contarlo, aunque las posibilidades de
que alguien lo lea sean muy escasas. Escribo a ciegas.
Juan José Millás
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