El escritor y su escitura
Se trata de un verdadero enigma,
una insondable expectativa sobre el arte de decir lo indecible. No todos
escriben por las mismas causas ni por idénticas razones; algunos escritores
arguyen que escriben por razones inexplicables, no saben a qué extraña razón
atribuirle tan raro oficio. Quienes escriben “no saben” a ciencia cierta por
qué lo hacen. Múltiples y variadas razones concurren en el acto de confeccionar
cuartillas en torno a temas tópicos y trascendentes. Porque de hecho las
grandes obras clásicas de la literatura universal se nutrieron de la esencia
última de la cotidianidad. Lo más trascendental que ha ocupado la atención de
la humanidad, en su accidentado devenir histórico, ha partido de la vida diaria
de las naciones, pueblos y civilizaciones. A la pregunta de ¿por qué escribe
usted?; resultan tan complejas como inéditas respuestas. Tal pareciera que
algunos escritores asumen la escritura como terapia psicológica, como praxis
exorcística. En algunos escritores escribir resulta un saludable ejercicio de
desfascinación; escriben para resguardarse de los falsos brillos de la
realidad. Quién sabe si hasta lo hacen para contrarrestar el poder encantatorio
que ejerce la realidad sobre el escritor mismo. Para otros escribir representa
una vía de escape ante tanta asfixia y tanto exceso de realidad. Como dijo el
doctor de la desesperación, Emile Cioran: “ponedme las cadenas de la ilusión
porque tanto exceso de realidad me da náusea”. Se trata de combatir fieramente
los encantos seductores de la realidad real produciendo otra realidad más noble
y más vivible que la que nos impone la poderosa fuerza del hábito y la
costumbre. Se trata, en el fondo, de salir del estado de animalidad salvaje en
que hemos estado sumergido desde épocas inmemoriales: Se trata exactamente de
ello, de allanar un camino tortuoso y difícil _el de la escritura_ que nos
puede obviamente llevar a la locura o a la muerte, pero que también, _ex aequo_
nos puede conducir a la redención o emancipación de nuestras pulsiones
vitalistas existencialmente más elevadas y sublimes. Se trata, entre otras
innumerables razones, de salir de la inferior condición de homo faber y acceder al estadio superior del hombre genérico
sapiencial. El egregio nihilista alemán Federico Nietszche definió esa
condición humana como el superhombre. Decía el eximio maestro de la literatura
universal Jorge Luis Borges que lo más real del mundo de la vida procede del
universo de la imaginación. De tal manera que entre ficción y realidad existe
una inextricable relación de dialogicidad y reciprocidad; una requiere de la
otra para poder legitimarse, porque; cómo puede el sueño reclamar sus
atractivos si no se realiza a expensas de su antítesis complementaria, es
decir, la realidad. La dialectización entre mundo de la vida y universo
ficcional es constitutiva de ambas esferas de lo real.
La inmensa escritora Virginia Woolf
quería un cuarto propio desde donde
pudiera reconstruirse su propio e intransferible modus vivendi. Por lo que se infiere el intransferible carácter
individual del acto de escribir; no hay nada tan privado, salvo el coito, como
el arte de escribir. No está de más acotar que el paroxismo orgásmico también
es una de las bellas artes y pide su práctica como tal. A como dé lugar el
escritor busca crearse su íntimo universo. A guisa de ejemplo bien ilustrativo,
Alfredo Bryce Echenique, esa gloria viviente de las letras peruanas, edificó Un mundo para Julius dando prueba del
anterior aserto. La capacidad de inventar mundos paralelos en el escritor es lo
más parecido a los poderes ilimitados de “los reyes taumaturgos”. ¿Qué mundo
más abigarrado y pródigo que “A la búsqueda del tiempo perdido” del inigualable
Marcel Proust? Creo que difícilmente se pueda concebir una prodigalidad
ostentatoria más prolífica en matices y detalles que la extensa y dilatada obra
proustiana. Prueba del afán tesonero que implica querer fundar otro mundo, otro
cosmos, otra realidad, en fin.
Escribir es comenzar a zapar
subterráneamente la lógica que sustenta el tejido discursivo del mundo. Se
escribe para mostrar un desacuerdo fundamental con lo instituido. Escribimos
para poner en evidencia una contradicción que precede al ser; incluso a todo lo
que respira. La escritura como disidencia, como contradiscurso heterodoxo;
pensar la escritura como doxografía que enmienda el texto del mundo y descoloca
la palabra oficial recusando sus aristas más encandilantes, no iluminadoras. Sí,
porque toda palabra oficial “encandila pero no ilumina”, lo cual quiere decir
que la palabra cuando se instituye y se hace gubernativa pierde su eficacia
redentora y conviértese, ipso facto, en bambalina huera y desteñida, inflada de
eufemismos y retóricas vacuas.
Rafael Rattia
Rafael Rattia
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