Un castillo confortable
Ojalá me equivoque, pero no creo
que ningún domador de fieras, pongamos por caso, se pregunte el porqué profundo
de su oficio; ni siquiera tal vez un abogado lo haga, no sé yo: las labores sin
porqué (¿cuántas lo tienen?) no suelen admitir interrogantes, se sienten
injustamente cautivas entre los signos de interrogación, se rebelan al análisis
y a la exégesis, quizá porque las mueve un instinto selvático de supervivencia
que se satisface en la acción misma, no en la razón de sus acciones.
A poco fatalistas que seamos, creo
que podemos estar de acuerdo en que en toda profesión y en toda afición está implicado
en medida variable el destino, siempre y cuando admitamos que el destino
consiste en una imprecisa entelequia imprecisable que solo adquiere precisión
cuando ya no tiene remedio. La vida es demasiado larga, al menos para ser tan
corta, y cada cual entretiene la fuga de su tiempo con tareas que van desde las
meditaciones ontológicas abisales hasta el bricolaje dominical. Cuanto hacemos
nos define, pero no parece necesario intentar definir cuanto hacemos. Sin
embargo, me temo que llega un momento en que todo escritor acaba haciéndose una
pregunta tan rara como inútil: “¿Por qué escribo?”
Supongo que para poder responder
esa pregunta con un mínimo de autoridad habría que convocar a Sigmund Freud
mediante la guija, relatarle los episodios más turbios de nuestra infancia,
nuestras pesadillas alegóricas y nuestras utopías sexuales y solicitarle un
diagnóstico sincero sobre los motivos crípticos de nuestra afición a la
escritura; un diagnóstico que resultaría sin duda intransferible a cualquier
colega, porque la gente acostumbra a llegar por caminos diferentes a un
idéntico lugar.
“¿Por qué escribo?”, en fin. En mi
caso, la única respuesta de emergencia que se me ocurre consiste en otra
pregunta, que es quizá la categoría inferior de respuesta, por debajo incluso
del monosílabo dubitativo y de la interjección asombrada: “¿Y por qué no?” A
fin de cuentas, estos remilgos metafísicos (¿por qué se escribe?, ¿cuál es la
finalidad de la escritura?, y similares) tal vez convenga despacharlos con un
encogimiento de hombros y confiarlos al fluir de esa suma de acontecimientos
inextricables que acaba componiendo el dibujo abstracto de cualquier
existencia, insatisfecha y melancólica por lo general, como si verdaderamente
nos hubiesen expulsado alguna vez de un paraíso.
Hace ya tiempo, en fin, que dejé de
hacerme preguntas de gran alcance sobre la escritura, en parte porque sospecho
que la escritura consiste en una respuesta. Una respuesta no sé si aclaratoria,
pero sí al menos práctica, a todas las preguntas posibles sobre la escritura.
(Lo que no quita, claro está, que algunos periodistas sean partidarios de
reconducir de vez en cuando las cosas al territorio etéreo de las lucubraciones
complicadas: “¿Por qué escribe usted?”, ya que, a diferencia de otras
actividades, como por ejemplo la política o el deporte, la práctica de la
escritura parece exigir algún tipo de justificación o, al menos, de
explicación: no es fácil admitir su sin porqué.) En definitiva, y con la venia
de Perogrullo, me temo que escribo porque escribo, y me temo también que me
importa más el hecho de resolver adecuadamente una metáfora o un relato que la
circunstancia de disponer o no de una teoría sobre la metáfora o sobre el
relato, aunque nunca esté de más disponer de teorías generales, que apenas tienen
aplicación concreta en el proceso de escritura, de acuerdo, pero que sirven
para salir del paso en las mesas redondas, esos reductos remunerados de la
divagación.
Y, ya que hablamos de divagaciones,
les confesaré que desconfío de las teorías abstractas sobre aspectos literarios
concretos y que desconfío aún más de las teorías abstractas sobre aspectos
literarios abstractos. “¿En qué confía entonces este individuo?”, se
preguntarán sin duda ustedes. Pues tal vez en dos cosas: en el instinto
estilístico y en la ideología estética, que son dos fenómenos de naturaleza
complementaria y difícilmente definibles, propensos a ser formulados mediante
una faramalla grandilocuente y vagarosa, aunque tal vez indispensables para que
un escritor lo pase lo menos mal posible como tal escritor. No sé... El
instinto estilístico indica, sugiere, rechaza, selecciona opciones; es rápido y
arbitrario, elige un adjetivo frente a otro, asume el riesgo de un símil
enrevesado o bien la diafanidad de una frase cotidiana, se arroja al abismo de
la elipsis o cae en la tentación de una secuencia de palabras esdrújulas... A
la carta, y según cada caso y cada cual. La ideología literaria, por su parte,
vendría a ser el marco general en que se manifiesta ese instinto: los
parámetros particulares de un modo de entender y de interpretar la literatura,
la ajena y la propia. (Y no sé si me explico.)
Del mismo modo que no me cuesta
admitir que jamás me pregunto ya por qué escribo, también me cuesta negar que a
veces me pregunto algo no menos ocioso y _por fortuna_ más concreto, aunque no
por ello menos misterioso, al menos en mi escala privada de misterios: ¿cuándo
empecé a escribir? Resulta difícil precisar el instante en que uno cogió papel
y bolígrafo y enlazó unas frases con un inexperto aunque decidido afán
estético, y, sin embargo, ese instante fue, sin uno sospecharlo, el de la
detonación de un destino, si me permiten ustedes la imagen pirotécnica, sin
duda inadecuada, porque debió de tratarse de un fenómeno más sereno y apagado,
más imperceptible y modesto, aunque su consecuencia resultase a la larga un
poco desproporcionada y desde luego incalculable: la firma de un compromiso
literario a perpetuidad con uno mismo, con las palabras heredadas, con las
minuciosas fantasmagorías de la realidad y con los arabescos escurridizos del
pensamiento, ese pensamiento nuestro que, en el país carnavalesco de la
literatura, a veces se disfraza de reflexión, a veces de emoción y a veces de
invención, porque suele ser hondo el baúl en que guarda el pensamiento sus
disfraces: ese incesante repensar lo que pensamos, ese eterno pensar lo que
sentimos, ese imparable pensar en lo quimérico, siempre de un espejismo a otro
espejismo...
Una mañana, una tarde, una noche
indistinta, un muchacho pone un papel sobre la mesa, deja la mirada perdida por
un instante, remueve unos recuerdos recentísimos, revive sentimientos confusos
de dicha o de pesar, escribe unas palabras con un propósito tal vez inexacto,
con tono desvaído quizá, quizás enérgico, y, de repente, justo cuando percibe
la inadecuación de un adjetivo o de un adverbio, cuando advierte la imprecisión
de una frase o la tosquedad de una expresión y hace su primera tachadura, justo
en ese momento, según decía, se le ha despertado, de forma para él inadvertida,
un instinto, ese instinto aún indómito que algún día conseguirá tal vez domar:
el instinto estilístico el que antes me referí, cuya finalidad no consiste en
adecuar la literatura a uno mismo, porque eso sería como querer adornarse con
todas las joyas que había en la cueva que descubrió el arriesgado Alí Baba,
sino simplemente en tantear un modo de concepción y de expresión literarias
acorde con un temperamento estético y con un pensamiento estético particulares,
como quien se prueba un anillo tras otro en la cueva de los cuarenta ladrones,
hasta que encuentra el que se ajusta a su dedo de modo natural, sin
violentarlo, porque no hay cosa más incómoda que un anillo que nos viene ancho
o estrecho, excepción hecha quizá de aquel anillo embrujado en el que el irlandés
Wilde cifró supersticiosamente el motivo de su desventura; pero eso sería otra
historia.
¿Viajamos un poco en el tiempo,
rumbo directo a los primeros años de la década de los 70, para no ser menos que
los personajes de H.G. Wells? Bien, en 1973 yo era alumno interno del Colegio
San Luis Gonzaga, de jesuitas, en el Puerto de Santa María. (No lo interpreten,
por favor, como inmodestia, sino como dato histórico: también fueron alumnos de
ese colegio Fernando Villalón, Juan Ramón Jiménez y Rafael Alberti.) (...Lo
cual no quiere decir nada a favor de su posible condición de cantera lírica,
por supuesto, porque también es antiguo alumno de allí Manuel Humberto
Williams, alias Gallina Blanca, que
se dedica actualmente a perseguir el fraude fiscal con diligencia.) Los
pedagogos de aquella época no parecían tenerles miedo a las programaciones
exhaustivas, de modo que los alumnos estábamos obligados a manejar diariamente,
como libro de consulta, una Historia
Universal de la Literatura editada por Santillana: 576 páginas en formato
holandesa.
Tras unas nociones preliminares
(“¿Qué es la literatura?”, “No todos los libros son literatura”, “¿Sirve para
algo la literatura?”), ofrecía aquel libro, de entrada, una antología de textos
de autores chinos, indios, hebreos, árabes, griegos y romanos, para que los
niños fuésemos iniciando del modo más traumático posible nuestra conversión en
eruditos. (Y luego los poetas líricos barrocos, y los épicos, y los
dramaturgos, hasta llegar, exhaustos, a Corneille, Racine y don Ramón de la
Cruz, para que no faltase nadie.)
Leíamos allí fragmentos de Lao-Tse,
de Kalidasa (El anillo de Sakuntala,
con su reverberación suntuosa de exotismo de película de sábado por la tarde en
los cines faraónicos con butacas de gutapercha carmesí), de Valmiki, del Mahabharata, del Pantchatantra...
Nos enterábamos por aquel libro didáctico y caótico de la desgracia final del
gigante Polifemo, de la burla que hizo Aristófanes de los sofistas, de las
aspiraciones beatíficas de Horacio, de las maquinaciones vengativas de Medea...
Leíamos en él la “Oda a la cigarra” de Anacreonte, el poeta etílico, y la
fábula del oso y los dos amigos, de Esopo. Leíamos allí fragmentos amañados del
Poema del Mío Cid y el romance del
infante vengador, el de Fontefrida,
el de la mañanica de san Juan, el de Abenamar... Leíamos el cuento anónimo de
los dos ánades y el galápago y el de los mures que comían hierro. Leíamos “La
balada de las lenguas envidiosas” de Billón y la “Llama de amor viva” de san
Juan, oíamos los lamentos italianizantes de Garcilaso de la Vega y los resoplidos
de furia de Orlando. Éramos testigos de la lucha de Amadís con un gigante, del
rapto de unos indígenas relatado por Fray Bartolomé de las Casas, de la mala
aventura que padeció con una leona el hijo del caballero Zifar, de nombre
Garfín; de la flotación espectral de la suicida Ofelia... Y así sucesivamente.
En las largas horas de estudio a
que estábamos obligados los internos, aquel libro fue para mí algo parecido al
espejo embrujado que se cruza y te lleva a la región de los encantamientos sin
fin. Lo hice mi cómplice, mi chistera de ilusionista, mi caverna de espectros.
A ningún otro libro creo que le deba yo más que a aquel modesto libro de
consulta para adolescentes con ganas de hacer cualquier cosa menos consultar
libros. (Por deberle, hasta le debo un poco de dinero, si me apuran).
Los primeros poemas que escribí no
eran propiamente poemas, y no solo porque no merecieran tan alto nombre, que
desde luego no se lo merecían, sino porque fueron concebidos como letras de
canciones para el grupo de rock duro en que yo atizaba por entonces una
guitarra eléctrica fabricada en Japón, allá en el Asia. Aún conservo los
manuscritos de algunas de aquellas letras, supongo que para poder reírme de
tarde en tarde de mí mismo sin impostura posible en la risa, y en ellas queda
clara la influencia de los letristas descabellados de los grupos
estadounidenses y británicos de los 70, con aquella especie de cosmología
lisérgica que se traían entre manos: la suntuosidad enigmática del universo, la
hermandad con el Sol y con cualquier otra cosa que colgase de la cúpula
celeste, etcétera. (Bueno, y también los gurús, el tripi, con sus volutas líquidas de colorido pop-art; las alegres
muchachas del flower-power, ninfas en
los fangales de Woodstock y de Monterrey, rodeadas de astutos tritones
marihuanos.) Todo aquello en mezcla adecuada con las enseñanzas que yo había
recibido de gente como Lao-Tse y Confucio, constituía mi universo literario de
bolsillo, y aún hoy me pregunto cómo no acabé en una secta. Pero ahora viene lo
peor de todo: aquellas letras de canciones las escribía yo en inglés, idioma
nativo de William Shakespeare y de David Gilmour, guitarrista de Pink Floyd, por solo citar a dos
angloparlantes. Como es fácil suponer, se trataba de un inglés rudimentario y
un tanto independiente del inglés propiamente dicho, muy comanche en realidad,
pero hay que tener en cuenta que por aquella época ningún grupo serio y
visionario cantaba en español, así fuese español, y nosotros pretendíamos ser
un grupo serio y visionario, a pesar de que el percusionista tocaba unos bombos
que en una vida inmediatamente anterior habían sido envases de detergente. Cada
época, en fin, tiene sus cosas.
Hacia 1974, después de mi
experiencia como letrista cosmovisionario y orientalizante, me dediqué con
ímpetu a la escritura de una novela realista, supongo que como antídoto contra
tanta evanescencia espiritual. Mi padre acababa de heredar una casa de un
pariente nuestro que se parecía mucho a Baroja y que se dedicaba al prestamismo
y al arrendamiento de fincas, de las que tenía un centenar, aunque todas
pequeñas: una especia de latifundista disgregado. En vista de que yo había
iniciado no solo mi indecisa carrera literaria, sino también mi brillante
carrera como fumador furtivo, aquella casa reunía las características canónicas
de un paraíso individual: un lugar en que poder escribir mientras fumaba y
donde poder fumar mientras escribía, a elegir. Así que le pedí a mi padre las
llaves _que eran del tamaño de un ancla_ y tomé posesión del despacho, con sus
muebles pesados y oscuros y con su olor a nicotina milenaria, adherida a las
paredes igual que un fantasma amarillo. Me llevé allí un fajo de cuartillas de
tela, algunos libros, un paquete de cigarrillos “Record”, un diccionario
ilustrado y una olivetti jubilada y
comencé a escribir, en fin, mi primera novela, del tipo realista, ya digo, sin
injerencias de Confucio ni de doctrina pop alguna, pues me temo que me había
convertido en un apóstata. El arranque de aquella novela resultaba muy
cosmopolita: gente que subía a un autobús. Enseguida se me revelaron los
primeros problemas: ¿adónde podía llevar a aquellos personajes desdibujados y,
sobre todo, que harían cuando llegasen a ese lugar aún indefinido? Yo entonces
no sabía que los problemas narrativos pueden solucionarse de cualquier forma,
salvo de una en concreto: intentando demorar el enfrentamiento con esos
problemas mediante la técnica de la digresión. De modo que en esa demora anduve
durante veinte o treinta cuartillas que corregía sin parar, día tras día,
estancado en la descripción de los viajeros y del vehículo, ensayando metáforas
y sinestesias, con la sensación general de haberme tragado una bola de
pegamento.
Mi abandono de aquel proyecto
desmesurado no vino sugerido por el sentido común, porque ningún muchacho de
catorce años puede aspirar al disfrute contradictorio de ese sentido, sino
impuesto por causas parapsicológicas. “¿Parapsicológicas?” Sí. El caso es que
en el pasillo de aquella casa tictaqueaba desde hacía más de siglo y medio un
reloj de pared de esfera de cristal negro con exornos dorados de ringorrango
rococó, por decirlo de un modo igualmente rococó. A pesar de la finura de sus
ornamentaciones, tenía el reloj aquel una maquinaria bronca, y su tictac se
sobreponía incluso al tacatá de la olivetti.
Aquel ruido, pienso hoy, unido al aire espectral de la casa, toda ella en
tinieblas y con el mobiliario bajo lienzo, otorgaba a mi nueva profesión un
ambiente propio de gabinete de autor escocés de novelas góticas, aunque yo solo
escribiera sobre autobuses.
Creo, no estoy seguro, que los
ambientes no son casuales: si una casa tiene aspecto de albergar fantasmas, es
muy raro que no albergue fantasmas, al menos en grado de mera sugestión, lo que
viene a ser lo mismo para el caso: tanto vale un fantasma nítido como un
fantasma presentido. El hecho es que, una tarde de tantas en que andaba yo
demorando el enfrentamiento estructural con el destino de mis personajes
errabundos, oí, proveniente del pasillo, un estruendo de catástrofe. Pegué un
bote y pensé lo que cualquiera hubiese pensado en una situación parecida: “Ya
están aquí los muertos vivientes”, porque confieso que tenía yo la mosca detrás
de la oreja en aquella casa en lo que se refiere a asuntos de paranormalidad:
todo tenía en ella el aura inquietante y húmeda de lo maldito y trasmundano. Me
quedé paralizado durante unos segundos, convencido de que por la puerta iba a
aparecer un batallón de espectros con harapos neblinosos, con sonrisa de
calavera, con enormes guadañas oxidadas. Convencido de eso. (Lo que se dice
convencido.) De todas formas, de convencido a defraudado hay apenas un paso,
afortunadamente en ocasiones, de modo que, ante la falta de acontecimientos
sobrenaturales, me asomé al pasillo y vi que en el suelo estaba caído el reloj,
con la esfera malbaratada. Y, en fin, todo explicado: un reloj que se cae. La
lógica devuelta a su podio de campeona de la realidad, como si dijésemos.
Recogí el reloj y me puse a
analizar las causas de su derrumbe, por si mi padre me pedía explicaciones. Y
aquí viene lo curioso: la alcayata estaba en la pared y el cáncamo estaba en el
reloj, ambos intactos.
Esa misma tarde, recogí mis útiles
de escritor de novelas realistas y nunca más volví a pisar en solitario aquella
casa peligrosa, por su ambiente de yuyu y de ectoplasmas, porque nunca me ha
gustado lo inexplicable. De camino, aprovechando la coyuntura de la mudanza,
abandoné no solo mi insensata novela sobre el viaje en autobús, sino también la
literatura en general, incluida la redacción de letras de canciones acogidas al
registro de la subfilosofía lisérgica y asiática. Seguí tocando mi guitarra
japonesa, pero ya en situación de músico ágrafo, desentendido por completo de
las lyrics.
De lo cual se deduce, creo yo, que
no hay vocación literaria que pueda sobrevivir heroicamente en medio de adversidades
de signo parapsicológico. Por otra parte, como bien dijo mi antiguo maestro
Lao-Tse: “Si no hay una confianza total, se obtiene la desconfianza”.
Esa confianza taoísta la recuperé
poco después, gracias a la insensatez inherente a la adolescencia, de modo que
me puse a escribir poemas surrealistas o similares, caligramas incluidos. Y,
bueno, desde entonces hasta el día presente poco hay que contar. He ido
escribiendo libros; algunos habrán quedado mejor que otros, según suele ser
natural en la profesión, aunque me consuela la suposición optimista de que los
errores son una parte intrínseca de la trama. En todo este tiempo, he aprendido
algunos trucos, pero me temo que también he aprendido que los trucos tienen muy
poca utilidad. Creo que la obligación de un poeta consiste en intentar escribir
poemas perfectos, porque la dimensión mágica de los renglones cortos es un
factor casual e imprevisible: una milagrosa conjunción de azares estilísticos y
de reverberaciones emocionales. En cuanto a la novela, estoy casi convencido de
que su misión primaria es entretener a través de espejismos, y esos espejismos
pueden ser atroces o amables, desternillantes o conmovedores, pueden mover a la
carcajada o al espanto, pero han de ser fascinantemente entretenidos o entretenidamente
fascinantes en su esencia: un teatrillo de títeres que dé la impresión de tener
la misma dimensión que el universo.
¿Me arrepiento de haberme dedicado
a la escritura? No. ¿Me gusta escribir? Sí. El Edén viene a ser la metáfora de
un mundo idóneo. El concepto de Purgatorio, en cambio, no es metáfora de nada,
sino un equivalente exacto de nuestro mundo, de modo que la mayoría de las
ánimas de este Purgatorio terrenal se dedica cotidianamente a lo que puede o a
lo que le mandan: es decir, a subsistir disimuladamente o a obedecer para poder
subsistir disimuladamente. Quienes nos dedicamos a la escritura somos
sospechosos de dedicarnos a lo que queremos, pues suele identificarse la
actividad literaria con un acto libérrimo de la voluntad, y puede que sea así,
al menos en parte, porque estaría por ver hasta qué punto esa libre voluntad no
se corresponde con una ínfima y secretísima esclavitud: la necesidad de
edificar un castillo confortable en el que poder hospedar a ese fantasma que es
uno mismo ante sí mismo cuando se queda a solas con sus fantasmagorías. Y en
eso estamos.
Felipe Benítez Reyes
Felipe Benítez Reyes
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