Por qué escribo (para periódicos)
Mi más nítido recuerdo de la Guerra
del Golfo es el de unos pocos instantes en un autobús en los que el mundo se
desintegró frente a mí.
En ese entonces estaba en la
universidad terminando un doctorado y trabajaba en la mesa de redacción de un
periódico durante las tardes. De día, iba a manifestaciones en contra de la
guerra y discutía ese tema con la gente; de noche procesaba las noticias con
tinte propagandístico que llenaban los periódicos.
Me sentía desgarrado entre una ira increíble y una profunda tristeza a causa de lo que mi gobierno estaba haciendo y lo poco que yo podía influir en la cobertura del tema desde mi escritorio en el periódico.
Me sentía desgarrado entre una ira increíble y una profunda tristeza a causa de lo que mi gobierno estaba haciendo y lo poco que yo podía influir en la cobertura del tema desde mi escritorio en el periódico.
Una tarde que volvía a casa en
autobús desde la escuela, todas esas emociones estallaron. Iba sentado mirando
por la ventanilla y no podía dejar de pensar en lo que le estaba pasando a la
gente en Iraq, las bombas y la sangre; no podía sacarme la muerte de la cabeza.
Comencé a llorar. No sé si la gente
a mi alrededor lo encontró extraño, no tenía noción de estar rodeado de gente.
Me sentía solo y sentía una pena tan inmensa como el horror que la había
provocado. Fue un momento de un dolor lacerante contra el que no tenía
defensas.
Casi diez años después, mientras
escribo esto, recuerdo haber mirado por la ventanilla del autobús y haber
sentido esa desesperación y me doy cuenta de que nunca me he recuperado por
completo de ese momento. En el mundo no han faltado sufrimiento y maldad para
conmover a la gente y la Guerra del Golfo fue de alguna manera nada fuera de lo
común para un país con una historia tan brutal como la de los Estados Unidos.
Sin embargo, para mí marcó un punto
de inflexión, un momento después del cual no hubo posibilidad alguna de volver
a creer que mi país sea una querida tierra de libertad [N. Del T. El autor
evoca la primera estrofa de uno de los himnos más patrióticos de los Estados
Unidos: My country ´tis of thee/sweet
land of liberty/of thee I sing]. No fue un momento de evaluación puramente
racional; fue un momento en el que me di cuenta de las cosas que sabía pero que
hasta entonces no había asimilado por completo, un momento en el que me permití
sentir lo que hasta entonces había mantenido bajo control.
Tarde esa noche, intenté explicarle
lo que estaba sintiendo a un compañero de trabajo del periódico, un hombre diez
años mayor que yo, quien pensé podría comprender. “Entiendo lo que quieres
decir”, dijo encogiéndose de hombros. “Es lo mismo que nos pasó a muchos de
nosotros durante Vietnam. No hay vuelta atrás. Ya nunca más es lo mismo”.
Ese sentimiento vuelve a mí con
frecuencia. Regresó un día de mayo de 2000, el semestre de primavera estaba
llegando a su fin y yo me acomodé en mi oficina una mañana pensando terminar
con las tareas de fin de semestre. Me demoré un poco con el periódico matutino,
disfrutando el ritmo más pausado que sobreviene cuando los estudiantes comienzan
a partir por el receso.
A medida que leía un artículo sobre
la controversia desatada por la nota del reportero Seymour Hersh sobre
acusaciones por crímenes de guerra contra un general de la guerra del Golfo que
violó las normas de combate y, de hecho, asesinó iraquíes después del alto al
fuego, comencé a sentir bronca por la guerra, bronca por la muerte innecesaria,
indignación por los abusos de poder que funcionarios de mi gobierno consideran
como derecho de nacimiento y fastidio por la tranquilidad con que mis
compatriotas aceptan todo esto como si fuera el orden natural de las cosas.
Sin embargo, la indignación pronto
se convirtió en tristeza y me sentí resbalar hacia 1991. Dejé el periódico y
comencé a sollozar. Me sentía abrumado por todas las emociones que había
sentido durante la guerra, magnificadas luego de 10 años por el conocimiento
acerca de cómo los demoledores efectos del embargo económico contra Iraq han
transformado la creciente muerte y miseria en algo habitual.
Entonces escribí.
Escribí por muchas y distintas
razones esa mañana, personales y políticas, de largo y de corto plazo,
estratégicas y de principios. Escribí porque sabía que las revelaciones de
Hersh serían un buen anzuelo para una columna de opinión y porque sabía que si
agarraba el tema a tiempo podría lograr hacer entrar un artículo abiertamente
crítico en uno de los periódicos de mayor circulación.
Escribí porque se supone que debo
escribir dado mi trabajo como profesor de periodismo. Escribí porque me gusta
ver mis pensamientos impresos. Escribí porque en aquel momento en algún rincón
de Iraq un padre como yo miraba a un niño como el mío morir a causa de la
política de los Estados Unidos.
Escribí porque creo que los
ciudadanos deben conocer la verdad acerca de los crímenes que su gobierno
comete. Escribí porque obligar a la gente a reconsiderar la Guerra del Golfo
puede ayudar a terminar con las sanciones contra Iraq. Escribí porque la
escritura es un arte en el que siempre he encontrado placer.
Pero ese día, escribí principalmente
porque no sabía qué más hacer con mi bronca y dolor. Escribí porque cuando
terminé de hacerlo sentí que tanta bronca y dolor tenían un propósito. Escribí
porque, de no haberlo hecho, me hubiera sentido peor de lo que me sentí.
Escribí para resistir y desahogarme. Y escribí para ser parte de un movimiento
más amplio en pos de un cambio progresista. Escribí para mí mismo y escribí
para los demás. Pensé en mí mismo y pensé en la última súplica del arzobispo
salvadoreño Oscar Romero: que los privilegiados usen su privilegio para “ser
una voz para los que no tienen voz”.
Sin embargo, uno puede preguntarse
con sobrada razón: ¿es que acaso una columna de opinión en un periódico
significa verdaderamente algo?
A pesar de que resulta tonto pensar
que el acto de escribir en sí y por sí mismo pueda producir un cambio, no es
tonto creer en el poder de la palabra escrita. La mayoría de las personas
pueden recordar un texto _ya sea una columna de opinión de un periódico, una
novela excelente o un libro político brillante_ que las haya cambiado de alguna
manera.
A veces recibo cartas de personas
que me cuentan que una columna de opinión o un artículo escrito por mí ha
marcado una diferencia en sus vidas. Solo basta una de esas cartas ocasionales
para que siga escribiendo. Prácticamente todos los días leo palabras que
alguien ha escrito y que marcan una diferencia en mi vida; eso también hace que
siga escribiendo.
Quizá soy ingenuo. Otros,
(incluyendo a varios de mis colegas profesores) pueden tener razón, no se le
puede ganar al sistema, entonces lo mejor es sacarle el mayor provecho,
encontrar un trabajo gratificante en el plano personal y vivir tranquilo.
“Admiro lo que haces”, me dijo un colega, “pero yo tengo que vivir en el mundo
real”.
La última vez que me detuve a
pensarlo, me di cuenta de que sí vivo en el mundo real. Un mundo lleno de
injusticia y dolor y sufrimiento pero también de alegría, amor y solidaridad.
También un mundo en el que debemos vivir con incertidumbre tanto moral como
práctica. Nunca puedo saber con certeza absoluta si aquello en lo que creo
terminará siendo lo correcto o si las elecciones que hago para obrar de acuerdo
a esas ideas serán las más efectivas.
Hasta que no esté muerto y alguien
pueda quizás analizar los efectos políticos, puede resultar que todas las
palabras que escribí no tengan un efecto tangible sobre el mundo, que me estuve
engañando a mí mismo pensando que esas palabras marcarían una diferencia. Quizá
estoy perdiendo el tiempo. Sin embargo, aún si supiera que todo esto es cierto,
lo mismo escribiría.
Escribo porque sufro y porque veo a
otras personas sufrir.
Escribo no por lo que soy sino por
lo que quiero ser.
Escribo porque algunas veces no sé
qué otra cosa hacer.
Escribo no porque no entienda de
qué se trata el mundo “real”, sino porque quiero creer que podemos hacer real
otro mundo.
Escribo para evitar que el mundo se
desintegre frente a mí.
Robert Jensen
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