¿Por qué escribir?
Cada cual tiene sus razones: para este,
el arte es un escape; para aquel, un modo de conquistar. Pero cabe huir a una
ermita, a la locura, a la muerte y cabe conquistar con las armas. ¿Por qué
precisamente escribir, hacer por escrito esas evasiones y esas conquistas? Es
que, detrás de los diversos propósitos de los autores, hay una elección más
profunda e inmediata, común a todos. Vamos a intentar una elucidación de esta
elección y veremos si no es ella misma lo que induce a reclamar a los
escritores que se comprometan.
Cada una de nuestras percepciones va acompañada de la conciencia de que la realidad humana es “reveladora”, es decir, de que “hay” ser gracias a ella o, mejor aún, que el hombre es el medio por el que las cosas se manifiestan; es nuestra presencia en el mundo lo que multiplica las relaciones; somos nosotros los que ponemos en relación este árbol con ese trozo de cielo; gracias a nosotros, esa estrella, muerta hace milenios, ese cuarto de luna y ese río se revelan en la unidad de un paisaje; es la velocidad de nuestro automóvil o nuestro avión lo que organiza las grandes masas terrestres; con cada uno de nuestros actos, el mundo nos revela un rostro nuevo. Pero, si sabemos que somos los detectores del ser, sabemos también que no somos sus productores. Si le volvemos la espalda, ese paisaje quedará sumido en su permanencia oscura. Quedará sumido por lo menos; no hay nadie tan loco que crea que el paisaje se reducirá a la nada. Seremos nosotros los que nos reduciremos a la nada y la tierra continuará en su letargo hasta que otra conciencia venga a despertarla. De este modo, a nuestra certidumbre interior de ser “reveladores” se une la de ser inesenciales en relación con la cosa revelada.
Cada una de nuestras percepciones va acompañada de la conciencia de que la realidad humana es “reveladora”, es decir, de que “hay” ser gracias a ella o, mejor aún, que el hombre es el medio por el que las cosas se manifiestan; es nuestra presencia en el mundo lo que multiplica las relaciones; somos nosotros los que ponemos en relación este árbol con ese trozo de cielo; gracias a nosotros, esa estrella, muerta hace milenios, ese cuarto de luna y ese río se revelan en la unidad de un paisaje; es la velocidad de nuestro automóvil o nuestro avión lo que organiza las grandes masas terrestres; con cada uno de nuestros actos, el mundo nos revela un rostro nuevo. Pero, si sabemos que somos los detectores del ser, sabemos también que no somos sus productores. Si le volvemos la espalda, ese paisaje quedará sumido en su permanencia oscura. Quedará sumido por lo menos; no hay nadie tan loco que crea que el paisaje se reducirá a la nada. Seremos nosotros los que nos reduciremos a la nada y la tierra continuará en su letargo hasta que otra conciencia venga a despertarla. De este modo, a nuestra certidumbre interior de ser “reveladores” se une la de ser inesenciales en relación con la cosa revelada.
Uno de los principales motivos de
la creación artística es indudablemente la necesidad de sentirnos esenciales en
relación con el mundo. Este aspecto de los campos o del mar y esta expresión
del rostro por mí revelados, cuando los fijo en un cuadro o un escrito,
estrechando las relaciones, introduciendo el orden donde no lo había,
imponiendo la unidad de espíritu a la diversidad de la cosa, tienen para mi
conciencia el valor de una producción, es decir, hacen que me sienta esencial
en relación con mi creación. Pero esta vez, lo que se me escapa es el objeto
creado: no puedo revelar y producir a la vez. La creación pasa a lo inesencial
en relación con la actividad creadora. Por de pronto, aunque parezca a los
demás algo definitivo, el objeto creado siempre se nos muestra como
provisional: siempre podemos cambiar esta línea, este color, esta palabra. El
objeto creado no se impone jamás. Un aprendiz de pintor preguntaba a su
maestro: ¿Cuándo debo estimar que mi cuadro está acabado? Y el maestro
contestó: Cuando puedas contemplarlo con sorpresa, diciéndote: ¡Soy yo quien ha
hecho esto! Lo que equivale a decir: nunca. Pues esto equivaldría a contemplar
la propia obra con ojos ajenos y a revelar lo que se ha creado. Pero es
manifiesto que cuanta más conciencia tenemos de nuestra actividad creadora
menos tenemos de la cosa creada. Cuando se trata de una vasija o un cajón que
fabricamos conforme a las normas tradicionales y con útiles cuyo empleo está
codificado, es el famoso “se” de Heidegger lo que trabaja por medio de nuestras
manos. En este caso, el resultado puede parecernos lo bastante extraño a
nosotros como para conservar a nuestros ojos su objetividad. Pero, si
producimos nosotros mismos las normas de la producción, las medidas y los criterios
y si nuestro impulso creador viene de lo más profundo del corazón, no cabe
nunca encontrar en la obra otra cosa que nosotros mismos: somos nosotros
quienes hemos inventado las leyes con las que juzgamos esa obra; vemos en ella
nuestra historia, nuestro amor, nuestra alegría; aunque la contemplemos sin
volverla a tocar, nunca nos entrega esa alegría o ese amor, porque somos
nosotros quienes ponernos esas cosas en ella; los resultados que hemos obtenido
sobre el lienzo o sobre el papel no nos parecen nunca objetivos, pues conocemos
demasiado bien los procedimientos de los que son los efectos. Estos
procedimientos continúan siendo un hallazgo subjetivo: son nosotros mismos,
nuestra inspiración, nuestra astucia, y, cuando tratamos de percibir nuestra
obra, todavía la creamos, repetimos mentalmente las operaciones que la han
producido y cada uno de los aspectos se nos manifiesta como un resultado. Así,
en la percepción, el objeto se manifiesta como esencial y el sujeto como
inesencial; este busca la esencialidad en la creación y la obtiene, pero
entonces el objeto se convierte en inesencial.
En parte alguna se hace esta
dialéctica más evidente que en el arte de escribir. El objeto literario es un
trompo extraño que solo existe en movimiento. Para que surja, hace falta un
acto concreto que se denomina la lectura y, por otro lado, solo dura lo que la
lectura dure. Fuera de esto, no hay más que trazos negros sobre el papel. Ahora
bien, el escritor no puede leer lo que escribe, mientras que el zapatero puede
usar los zapatos que acaba de hacer, si son de su número, y el arquitecto puede
vivir en la casa que ha construido. Al leer, se prevé, se está a la espera. Se
prevé el final de la frase, la frase siguiente, la siguiente página; se espera
que se confirmen o se desmientan las previsiones. La lectura se compone de una
multitud de hipótesis, de sueños y despertares, de esperanzas y decepciones;
los lectores se hallan siempre más adelante de la frase que leen, en un
porvenir solamente probable que se derrumba en parte y se consolida en otra
parte a medida que se avanza, en un porvenir que retrocede de página a página y
forma el horizonte móvil del objeto literario. Sin espera, sin porvenir, sin
ignorancia, no hay objetividad. Ahora bien, la operación de escribir supone una
cuasi-lectura implícita que hace la verdadera lectura imposible. Cuando las
palabras se forman bajo la pluma, el autor las ve, sin duda, pero no las ve
como el lector, pues las conoce antes de escribirlas; su mirada no tiene por
función despertar rozando las palabras dormidas que están a la espera de ser
leídas, sino de controlar el trazado de los signos; es una misión puramente
reguladora, en suma, y la vista nada enseña en este caso, salvo los menudos
errores de la mano. El escritor no prevé ni conjetura: proyecta. Con
frecuencia, se espera; espera, como se dice, la inspiración. Pero no se espera
a sí mismo como se espera a los demás; si vacila, sabe que el porvenir no está
labrado, que es él mismo quien tiene que labrarlo, y, si ignora todavía qué va a
ser de su héroe, es sencillamente que todavía no ha pensado en ello, que no lo
ha decidido; entonces, el futuro es una página en blanco, mientras que el
futuro del lector son doscientas páginas llenas de palabras que le separan del
fin. Así, el escritor no hace más que volver a encontrar en todas partes su
saber, su voluntad, sus proyectos; es decir, vuelve a encontrarse a sí mismo;
no tiene jamás contacto con su propia subjetividad y el objeto que crea está
fuera de alcance: no lo crea para él. Si se relee, es ya demasiado tarde; su
frase no será jamás a sus ojos completamente una cosa. El escritor va hasta los
límites de lo subjetivo, pero no los franquea: aprecia el efecto de un rasgo,
de una máxima, de un adjetivo bien colocado, pero se trata del efecto sobre los
demás; puede estimarlo, pero no volverlo a sentir. Proust nunca ha descubierto
la homosexualidad de Charlus, porque la tenía decidida antes de iniciar su
libro. Y si la obra adquiere un día para su autor cierto aspecto de
subjetividad, es que han transcurrido los años y que el autor ha olvidado lo
escrito, no tiene ya en ello arte ni parte y no sería ya indudablemente capaz
de escribirlo. Tal vez es el caso de Rousseau volviendo a leer El contrato social al final de su vida.
No es verdad, pues, que se escriba
para sí mismo: sería el mayor de los fracasos; al proyectar las emociones sobre
el papel, apenas se lograría procurarles una lánguida prolongación. El acto
creador no es más que un momento incompleto y abstracto de la producción de una
obra; si el autor fuera el único hombre existente, por mucho que escribiera,
jamás su obra vería la luz como objeto; no habría más remedio que dejar la
pluma o desesperarse. Pero la operación de escribir supone la de leer como su
correlativo dialéctico y estos dos actos conexos necesitan dos agentes
distintos. Lo que hará surgir ese objeto concreto e imaginario, que es la obra
del espíritu, será el esfuerzo conjugado del autor y del lector. Solo hay arte
por y para los demás.
Jean Paul Sartre, Qué es la
literatura
Comentarios
Publicar un comentario
Cualquier opinión inteligente, relacionada con el tema de cada post y expresada con educación, será bien recibida. El resto, se suprimirá.