Lo que sucede y no sucede
Quizá no sea lo más sensato por
parte de un escritor que sobre todo hace novelas confesar que cada vez le
parece más raro no ya el hecho de escribirlas, sino incluso el de leerlas. Nos
hemos acostumbrado a ese género híbrido y flexible desde hace por lo menos
trescientos noventa años, cuando en 1605 apareció la primera parte del Quijote en mi ciudad natal, Madrid, y
nos hemos acostumbrado tanto que consideramos enteramente normal el acto de
abrir un libro y empezar a leer lo que no se nos oculta que es ficción, esto
es, algo no sucedido, que no ha tenido lugar en la realidad. El filósofo rumano
Cioran, muerto recientemente, explicaba que no leía novelas por eso mismo;
habiendo ocurrido tanto en el mundo, cómo podía interesarse por cosas que ni
siquiera habían acontecido; prefería las memorias, las autobiografías, los
diarios, la correspondencia y los libros de historia.
Si lo pensamos dos veces, tal vez a
Cioran no le faltara razón y tal vez sea inexplicable que personas adultas y
más o menos competentes estén dispuestas a sumergirse en una narración que
desde el primer momento se les advierte que es inventada. Todavía es más raro
si tenemos en cuenta que nuestros libros actuales llevan en la cubierta, bien
visible, el nombre del autor, a menudo su foto y una nota bibliográfica en la
solapa, a veces una dedicatoria o una cita, y sabemos que todo eso es aún de
ese autor y no del narrador. A partir de una página determinada, como si con
ella se levantara el telón de un tesoro, fingimos olvidar toda esa información
y nos disponemos a atender a otra voz _sea en primera o tercera persona_ que
sin embargo sabemos que es la de ese escritor impostada o disfrazada. ¿Qué nos
da esa capacidad de fingimiento? ¿Por qué seguimos leyendo novelas y
apreciándolas y tomándolas en serio y hasta premiándolas, en un mundo cada vez
menos ingenuo?
Parece cierto que el hombre _quizá
aún más la mujer_ tiene necesidad de algunas dosis de ficción, esto es,
necesita lo imaginario además de lo acaecido y real. No me atrevería a emplear
expresiones que encuentro trilladas o cursis, como lo sería asegurar que el ser
humano necesita “soñar” o “evadirse” (un verbo muy mal visto este último en los
años setenta, dicho sea de paso). Prefiero decir más bien que necesita conocer
lo posible además de lo cierto, las conjeturas y las hipótesis y los fracasos
además de los hechos, lo descartado y lo que pudo ser además de lo que fue.
Cuando se habla de la vida de un hombre o de una mujer, cuando se hace
recapitulación o resumen, cuando se relata su historia o su biografía, sea en
un diccionario o en una enciclopedia o en una crónica o charlando entre amigos,
se suele relatar lo que esa persona llevó a cabo y lo que le pasó
efectivamente. Todos tenemos en el fondo la misma tendencia, es decir a irnos
viendo en las diferentes etapas de nuestra vida como el resultado y el
compendio de lo que nos ha ocurrido y de lo que hemos logrado y de lo que hemos
realizado, como si fuera tan solo eso lo que conforma nuestra existencia. Y no
olvidamos casi siempre que las vidas de las personas no son solo eso; cada
trayectoria se compone también de nuestras pérdidas y nuestros desperdicios, de
nuestras omisiones y nuestros deseos incumplidos, de lo que una vez dejamos de
lado o no elegimos o no alcanzamos, de las numerosas posibilidades que en su mayoría
no llegaron a realizarse _todas menos una a la postre_, de nuestras
vacilaciones y nuestras ensoñaciones, de los proyectos frustrados y los anhelos
falsos o tibios, de los miedos que nos paralizaron, de lo que abandonamos o nos
abandonó a nosotros. Las personas tal vez consistimos, en suma, tanto en lo que
somos como en lo que no hemos sido, tanto en lo comprobable y cuantificable y
recordable como en lo más incierto, indeciso y difuminado, quizá estamos hechos
en igual medida de lo que fue y de lo que pudo ser.
Y me atrevo a pensar que es
precisamente la ficción la que nos cuenta eso, o mejor dicho, la que nos sirve
de recordatorio de esa dimensión que solemos dejar de lado a la hora de
relatarnos y explicarnos a nosotros mismos y nuestra vida. Y todavía es hoy la
novela la forma más elaborada de ficción, o así lo creo.
En cierto sentido el libro que el
jurado del Premio Internacional Rómulo
Gallegos acaba de premiar tan aventurada y discutiblemente trata de eso. En
el texto que tienen en la mano ustedes se dice que Mañana en la batalla piensa en mí habla, entre otras cosas, del
engaño en el sentido más amplio de la palabra, y se cita una frase de la novela
que dice “Vivir en el engaño es fácil, y aún más, es nuestra condición natural,
y por eso no debería dolernos tanto”. Se recuerda que todos vivimos parcial,
pero permanentemente engañados, o bien engañando, contando solo parte,
ocultando otra parte y nunca las mismas partes a las diferentes personas que
nos rodean. Y sin embargo a eso no acabamos de acostumbrarnos, según parece. Y
cuando descubrimos que algo no era como lo vivimos _un amor o una amistad, una
situación política o una expectativa común y aún nacional_ se nos aparece en la
vida real ese dilema que tanto puede atormentarnos y que en gran medida es
territorio de la ficción: ya no sabemos cómo fue verdaderamente lo que parecía
seguro, ya no sabemos cómo vivimos lo que vivimos, si fue lo que creíamos
mientras estábamos engañados o si debemos echar eso al saco sin fondo de lo
imaginario y tratar de reconstruir nuestros pasos a la luz de la revelación
actual y del desengaño. La más completa biografía no está hecha sino de
fragmentos irregulares y descoloridos retazos, hasta la propia. Creemos poder
contar nuestras vidas de manera más o menos razonada y cabal, y en cuanto
empezamos nos damos cuenta de que están pobladas de zonas de sombra, de
episodios inexplicados y quizá inexplicables, de opciones no tomadas, de
oportunidades desaprovechadas, de elementos que ignoramos porque atañen a los
otros, de los que aún es más arduo saberlo todo o saber un poco. El engaño y su
descubrimiento nos hacen ver que también el pasado es inestable y movedizo, que
ni siquiera lo que parece ya firme y a salvo en él es de una vez ni es para siempre,
que lo que fue está también integrado por lo que no fue, y que lo que no fue
aún puede ser.
El género de la novela da eso o lo
subraya o lo trae a nuestra memoria y a nuestra conciencia, de ahí tal vez su
perduración y que no haya muerto, en contra de lo que tantas veces se ha
anunciado. De ahí que acaso no sea justo lo que he dicho al principio, a saber,
que la novela relata lo que no ha sucedido. Quizá ocurra más bien que las
novelas suceden por el hecho de existir y ser leídas, y, bien mirado, al cabo
del tiempo tiene más realidad Don Quijote
que ninguno de sus contemporáneos históricos de la España del siglo XVII;
Sherlock Holmes ha sucedido en mayor medida a la Reina Victoria, porque además
sigue sucediendo una vez y otra, como si fuera un rito; la Francia de
principios de siglo más verdadera y perdurable, más “visitable”, es sin duda la
que aparece en En busca del tiempo
perdido; e imagino que para ustedes la imagen más auténtica de su país
estará mezclada con las páginas inventadas de don Rómulo Gallegos. Una novela
no solo cuenta, sino que nos permite asistir a una historia o a unos
acontecimientos o a un pensamiento, y al asistir comprendemos.
Saber todo eso _querer creerlo es
más exacto_ no resulta a veces bastante para el escritor, mientras está
escribiendo. Hay momentos en los que yo levanto la vista de la máquina de
escribir y me extraño del mundo del que estoy emergiendo, y me pregunto cómo,
siendo adulto, puedo dedicar tantas horas y tanto esfuerzo a algo sin lo que
muy bien podría pasarse el mundo, incluyéndome a mí mismo, como puedo ocuparme
de relatar unas historia que yo mismo voy averiguando a medida que la
construyo, cómo puedo pasar parte de mi vida instalado en la ficción, haciendo
suceder cosas que no suceden, con la extravagante y presuntuosa idea de que eso
puede interesar algún día a alguien. Cómo según definió la actividad literaria
el novelista y ensayista y poeta Robert Louis Stevenson, “puedo estar jugando en
casa, como un niño, con papel”. Todo escritor es aún más lector y lo será
siempre, hemos leído más obras de las que nunca podremos escribir, y sabemos
que ese interés, ese apasionamiento, es posible porque lo hemos experimentado
centenares de veces; y que en ocasiones comprendemos mejor el mundo o a
nosotros mismos a través de esas figuras fantasmales que recorren las novelas o
de esas reflexiones hechas por una voz que parece no pertenecer de todo al
autor ni al narrador, es decir, no del todo a nadie. Averiguamos también que
quizá escribimos porque algunas cosas solo podemos pensarlas mientras lo
hacemos, aunque cuando me preguntan eso tan reiterado, por qué escribo,
prefiero contestar que para no tener jefe y para no madrugar. Además creo que
es verdad, mucho más que lo que les acabo de decir aquí.
Lo cierto es que recibir un premio
como el Rómulo Gallegos supone, además de un honor y una gran alegría, una
especie de recordatorio benévolo para el futuro. Cuando escriba mi próxima
novela, y de vez en cuando haga un alto y levante la vista y me extrañe de lo
imaginario que me habrá absorbido durante largo rato, podré pensar que, en
contra de mis previsiones y mis aprensiones, una vez, muy lejos de mi país,
hubo unos lectores generosos y atentos que no solo comparten la lengua en la
que me expreso sino que lograron interesarse por lo que yo inventé e incorporé
al cúmulo interminable de lo que a la vez no sucede y sucede, o lo que es lo
mismo, de lo que pudo y puede ser.
Discurso de Javier Marías
durante la ceremonia de entrega del Premio Rómulo Gallegos (1995)
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