La pasión por la literatura: el doble oficio de escritor-lector

¿Alguna vez les interesó saber por qué escriben los escritores, cuáles son los acontecimientos que desatan el proceso de creación, qué tipo de fantasmas ronda a los autores, cuán delgado o confuso es el límite entre la locura y la literatura? Estas y muchas preguntas más, típicas de ávidos lectores, las encontrarán en dos libros que por esas “casualidades causales” llegaron a mis manos el mismo día: “La loca de la casa”, de Rosa Montero, y “El mal de Montano” de Enrique Vila-Matas.
Las coincidencias no dejan de ser sorprendentes. Ambos son autores españoles, cincuentones exitosos, y abordan la pasión por la literatura a través de cautivadores textos, de unas 300 páginas, que combinan el estilo autobiográfico, el ensayo y la novela.
Esta mezcla, característica de una época que también se asemeja a un extraño rompecabezas, alcanza su mayor expresión en Vila-Matas, quien utiliza cada capítulo para presentar una novela breve, un diccionario sobre los diarios de los escritores, una delirante “exposición” referida al diario como forma narrativa y supuestos fragmentos de su propio diario. Pero los distintos estilos encubren una metáfora fabulada sobre un personaje que está “enfermo de literatura”.

El texto de Montero cabalga en cambio entre el estilo ligero de las columnas periodísticas, la reflexión personal sobre la literatura y ciertos pasajes autobiográficos que, en realidad, son novelados como aclara la autora, a manera de post scriptum, “ya que toda autobiografía es ficcional y toda ficción autobiográfica”, citando a Roland Barthes.
Las dos obras se apoyan en una prolija investigación previa, recopilación de citas y narraciones de otros autores célebres sobre el acto de escribir. Al abordar el tema, tanto Montero como Vila-Matas se revelan como dos apasionados lectores que fueron exorcizando sus propios fantasmas frente a la hoja en blanco _el ágrafo trágico_ escudriñando las vidas y los textos de sus colegas.
El personaje central de Vila-Matas _que utiliza el matrónimo de Rosario Girondo_ es un narrador que deseaba ser crítico literario. Comenzó intercalando pequeñas frases suyas en poemas de Cernuda. Y continuó apoyándose en citas de otros _escritor parásito de escritores_ hasta encontrar su estilo propio. Su misión es salvar a la literatura de la probable extinción en manos de agentes, editoriales, autores mediocres, la “incultura deliberada”. Al oficio de narrar, antecede el de leer.
Montero se formula el problema desde otra perspectiva. Basándose en la inquietante pregunta de Nuria Amat _si tuvieras que elegir entre no volver a escribir o no volver a leer nunca jamás ¿qué escogerías?_ admite que lo primero “puede ser la locura, el caos, el sufrimiento; pero dejar de leer es la muerte instantánea”. Es esta doble condición de practicar el “vicio desaforado de la lectura” e intentar explicar el compulsivo oficio de escribir lo que establece una inteligente y cálida complicidad con los lectores.
Montero y Vila-Matas salen a su encuentro como dos antihéroes. Ella confiesa el miedo a todo lo que deja sin escribir una vez que pasa a la acción. “Miedo a concretar la idea, a encarcelarla, a deteriorarla, a mutilarla”. Uno de los personajes de El mal de Montano admite que quedó bloqueado después de publicar una novela sobre el caso de los escritores que renuncian a escribir. (Implícita alusión a “Bartleby y compañía” del mismo autor).
No son las únicas dificultades. La lista de Montero es extensa: escribir “textos inferiores a tu propia capacidad”, “vender el alma al poder por tantas cosas. Y lo que es peor: por tan poco precio”, la “avidez profunda que nunca se sacia” de lectores, la vanidad del escritor como un “vertiginoso agujero de inseguridad”, las “críticas negativas incultas, malévolas y llenas de prejuicios”.
Para los personajes de Vila-Matas la literatura es una obsesión. Al resistirse a pensar en ella, “los días se me volvieron vacíos e incomprensibles y acabé pensando en la muerte, que es precisamente de lo que más habla la literatura”. Pero también genera temores, al igual que a Montero, porque “cada libro debería contener en sí la posibilidad del fracaso”.
Más allá de las zonas grises y de las sombras de la creación, ambos autores apuestan por la literatura. “Con todo _dice Montero_ sigo pensando que escribir te salva la vida”. “Precisamente porque la literatura nos permite comprender la vida, nos deja fuera de ella. Es duro, pero a veces es lo mejor que puede pasarnos”, reflexiona el Rosario Girondo de Vila-Matas.
El tema del hacedor de historias que deviene en demiurgo recorre los dos textos. Montero lo transforma en un homenaje a la imaginación _“La loca de la casa” que da el título a su obra_ y remite al problema de la disociación. Los escritores, afirma, “sabemos que dentro de nosotros somos muchos”. Reivindica ser novelista "porque te permite no solo vivir otras vidas, sino además inventártelas".
Y _oh, sorpresa_ cita nada menos que a Vila-Matas: “A veces tengo la impresión de que surjo de lo que he escrito como una serpiente surge de su piel” para concluir que “la novela es la autorización de la esquizofrenia”.
Las coincidencias no terminan allí. Para referirse a la disociación, que en el caso de Vila-Matas se emparenta con la teoría del doble, los dos citan a Faulkner _“Una novela es la vida secreta de un escritor, el oscuro hermano gemelo de un hombre”_ y a Justo Navarro: “Escribir es un acto de suplantamiento de personalidad. Escribir es hacerse pasar por otro”.
Más “casualidades causales”. Por distintas razones, los dos analizan la vida del escritor suizo Robert Walser. Según Montero es el típico ejemplo de un escritor fracasado _“mientras estuvo vivo (nació en 1878, murió en 1956) nadie le hizo el menor caso”_ que vivió una “tragedia horrorosa y ridícula a la vez”. Encerrado en un psiquiátrico, la tarde del 25 de diciembre de 1956 salió a caminar pero no volvió. Dos niños lo encontraron muerto sobre la nieve.
Vila-Matas se identifica, en cambio, con Walser. Con su “andar errante en la niebla, por una carretera perdida”. Girondo, el personaje de El Mal de Montano, también emprende un largo viaje. En el café literario de Krúdy, en Budapest, se apodera del alma de Walser e imagina un diálogo con Robert Musil. Se traslada a Kierling y visita el edificio donde vivió Kakfa. Regresa a su casa en Barcelona, pero celebra el “arte de desaparecer” del escritor suizo.
Una última coincidencia, aunque hay muchas más, vincula la literatura con la búsqueda del paraíso perdido. “Escribimos para intentar recuperarlo _dice Rosa Montero_ para restituir aquello que se ha ido, para luchar contra la decadencia y el fin inexorable de las cosas”.
Imagina el estado primigenio de Adán y Eva y lo sitúa en la locura, concebida como la “libertad y la creatividad total, la exuberancia imaginativa, la plasticidad”. Al ser expulsados de ese paraíso, los seres humanos perdimos “la capacidad de contemplar esa enormidad sin destruirnos”. El castigo divino fue “caer en el encierro de nuestro propio yo, en la racionalidad manejable pero empobrecida y efímera”.
El edén de Vila-Matas es el “hilo lógico de un tejido verbal que le daba a la vida sentido. Eran tiempos mejores”. Pero alguien “desquició en ese paraíso al inventor del lenguaje y el tejido se fue ajando y nuestras vidas se volvieron absurdas, sin el antiguo orden y el antiguo sentido”. Desde entonces vemos “casualidades extrañas que tienen seguramente una explicación que no acertamos a encontrar”.
Homenaje a la literatura, autobiografía de escritores que reconstruye vidas de otros autores, ensayo novelado, La loca de la casa y El mal de Montano son la mejor respuesta a las exigencias de Walter Benjamín cuando afirmaba que “en nuestros tiempos la única obra realmente dotada de sentido debería ser un collage de citas, fragmentos, ecos de otras obras”. Un escritor que lee, interpreta y descifra las palabras a un lector que lee para soñar ser un escritor. He aquí un placentero equívoco.
Susana Pezzano

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