Cómo escribir literatura erótica
A pesar de todo lo que dicen y
repiten los manuales de sexología sobre su universalidad e inocuidad, la
masturbación es un hecho generalmente mal visto; para una persona a la vez
tímida y vanidosa como lo es un argentino, confesar que a veces se masturba
sería francamente una vergüenza. Se puede hablar de las relaciones sexuales y
hasta de las homosexuales, pero no de la masturbación porque eso equivaldría a
confesar que uno es un ser infantil, que no ha madurado del todo y que no tiene
agallas para conquistar a una mujer o a un hombre y perpetrar con ellos todas
esas actividades que constituyen el intercambio sexual.
El acto de escribir literatura
“erótica”, es decir una literatura que apela a la sensualidad, la provoca, la
excita, es un acto masturbatorio para el que la escribe y para el que la lee, y
probablemente es por eso, y no por lo que describe, que le da un poco de
vergüenza al autor y al lector. Un poco, claro, no estamos en la Edad Media,
aunque a veces parece que lo estuviéramos, a juzgar por las nerviosas preguntas
de los periodistas y reporteros a quienes les toca entrevistar a un escritor
“erótico”, o las del público cuando en las mesas redondas sobre “Literatura
erótica”, por ejemplo, pone a los panelistas entre la espada y la pared para que
definan la diferencia entre “erótico” y “pornográfico”, y más aún: entre
“erótico”, “pornográfico” y “obsceno”. En general el público no ha leído los
libros de los autores invitados, de manera que esta obsesiva insistencia en la
diferenciación entre los términos tal vez obedezca a un miedo instintivo a
excitarse en público. Y, al fin y al cabo, ¿para qué escribirlo? ¿No alcanza ya
con hacerlo, quebrando las prohibiciones a las que nos han acostumbrado?
Cualquier ser humano, cuando se
masturba, ejerce su capacidad de imaginar: los que miran las fotos de la
revista Playboy a la vez que se
masturban ejercen una tercera actividad secreta: la de fantasear que están con
la muchacha de la foto, con una muchacha de carne y hueso que pueden tocar y
penetrar. Las mujeres suelen no ser tan expeditivas y hasta dejan aparecer
alguna escena platónica antes de llegar a imaginar la actividad sexual
concreta. Las revistas que ofrecen el equivalente de Playboy dedicado a las mujeres, con hombres que muestran sus falos
de tamaño realzado por el ángulo de la foto, no son tan populares ni tan
eficaces, quizá porque no es mirar el falo lo que excita a una mujer, sino
cosas de índole diferente, a veces más sutiles, a las que desea dedicar más
tiempo y más espacio. Obsérvese el caso, patéticamente repetido, de la mujer
que le suplica al marido que vayan a tomar cierto cóctel a cierta confitería
donde se puede bailar al son de música lenta. El marido no tiene ganas, o no
tiene tiempo para dedicar a esas tonterías y el descarnado acto sexual
realizado con premura en el lecho conyugal, mientras se oyen los gritos de los
chicos del otro lado de la puerta no alcanza, ni alcanzará nunca a satisfacer a
la mujer. Pero estas cosas no tienen remedio; si el marido llega a aceptar la
propuesta de la confitería es posible que se suscite, allí mismo, una discusión
desagradable, y que solo la mujer beba el añorado cóctel mientras el marido,
con gesto hosco, apura una tacita de café más amargo que la desesperanza. Entre
tanto la mujer, con cada sorbo del cóctel donde impera el gin, sueña tal vez
con otro hombre, uno que con solo tomarle la mano y oprimírsela la haga vibrar
entera, y luego sueña con el momento en que se cierra la puerta del ascensor en
el hotel de citas y él la abraza, y se besan, y los cuerpos se ponen
íntimamente en contacto, y las lenguas inician su delicioso diálogo; el
ascensor se detiene y las puertas se abren automáticamente a un corredor
alfombrado y desierto, los amantes recorren de la mano la corta distancia hasta
la primera puerta de las que dan al corredor, mira si no es maravilloso,
cariño: número 18, el mismo número tallado en este inmenso llavero de bronce,
sé que estás erecto, mi cielo, sé que estás húmeda, mi vida, apenas deja que me
quite la chaqueta y nos arrojaremos al lecho para abrazarnos y besarnos bien,
la ropa nos molesta, capullito de alhelí, ¿qué dices, capullito de alhelí? Digo
capullito de alhelí, capullitos son tus pezones, mi alma, ¿en qué momento te
quitaste los pantalones, ángel mío? Ya tu pierna velluda se restriega contra mi
pierna, qué, ¿ya me penetras? ¿No teníamos que...? Calla, calla, ahora no puedo
esperar, ay, mi chiquita, ay mi vida, voy a perder la cabeza por tu amor, dice
la voz de Julio Iglesias por el parlante escondido entre las tenues luces de
neón en la cabecera de la cama. Pero, ¿por qué crees que hablamos esta especie
de español caribeño? Para imitarlo a él, a Julio Iglesias, que hoy se lleva el
cincuenta por ciento del crédito por cada buen orgasmo. Pero si Julio Iglesias
es español. No importa, habla así porque yo quiero que hable así.
Imagínate, cariño, que si ella es escritora puede poner cualquier cosa en el papel, y hasta publicarlo. Y mira que le dijimos que las manecitas no debían tocar ciertas partecitas de su cuerpo. ¿Por qué no debían tocarlas? ¿No eran suyas? Claro que no eran suyas. Hay partes de nuestro cuerpo que no nos pertenecen. ¿Pero se pueden tocar para lavarlas? Para lavarlas, sí, es claro, rápidamente y sin acompañar ese puro acto de higiene con ningún mal pensamiento. Pero yo soy judía, Padre, no sé si la religión judía castiga también los malos pensamientos.
Imagínate, cariño, que si ella es escritora puede poner cualquier cosa en el papel, y hasta publicarlo. Y mira que le dijimos que las manecitas no debían tocar ciertas partecitas de su cuerpo. ¿Por qué no debían tocarlas? ¿No eran suyas? Claro que no eran suyas. Hay partes de nuestro cuerpo que no nos pertenecen. ¿Pero se pueden tocar para lavarlas? Para lavarlas, sí, es claro, rápidamente y sin acompañar ese puro acto de higiene con ningún mal pensamiento. Pero yo soy judía, Padre, no sé si la religión judía castiga también los malos pensamientos.
_¿De veras no lo sabes?
_No, Padre.
_¿Pero sabes que nosotros los
católicos sabemos que se castigan los malos pensamientos?
_Sí, Padre. Sé que un mal
pensamiento es un pecado venial y se limpia torturando la mente con la
repetición de una misma oración muchas veces seguidas.
_¿Cómo lo sabes?
_Lo espié en el catecismo de mi
compañera de banco en el colegio. Espiar también es un pecado, ¿verdad, Padre?
_No sabría qué contestarte, niña,
porque lo que espiabas era la Verdad Revelada. Pero en vez de seguir espiando
el catecismo debiste venir a nuestros brazos y hacerte bautizar. ¿Por qué no lo
hiciste?
_Lo pensé, Padre, lo pensé muchas
veces. El agua bautismal borra todos los pecados. Pensé que un día cualquiera
podía masturbarme por última vez en mi vida, luego ir a hablar con el cura de
la iglesia parroquial, hacerme bautizar y no masturbarme nunca más, y nunca
tendría que confesárselo a nadie.
_¿Por qué no lo hiciste?
_Me parecía injusto, Padre. Hubiera
sido algo así como aprovecharme de los sacramentos. Y no estaba en absoluto
segura de que no iba a masturbarme nunca más.
Y así fue como nunca me hice
católica. Ni quise averiguar, por las dudas, si la religión hebrea prohíbe la
masturbación, si castiga los malos pensamientos. Prefiero no saberlo, porque no
me gustaría enterarme de que no los castiga. Sé que los jóvenes rabinos de los
grupos más ortodoxos no pueden tocar a las mujeres, excepto a su esposa, ni
siquiera para estrecharles la mano.
_Me parece muy bien.
_¿Quién le pidió su opinión?
_¿No está hablando conmigo?
_No, no estoy hablando con usted.
_¿Con quién está hablando?
La dificultad de reproducir la
propia historia sexual estriba en que está indisolublemente mezclada con otras
cosas y hechos de la vida; si se intenta separarla resulta extraña y a menudo
patética. El libro verdaderamente “erótico”, pienso, es el que llega al
erotismo por caminos imprevistos, incluso para el autor mismo, y sale de él con
la misma naturalidad con la que entró. Siempre produce un poco de timidez, como
si uno, sin quererlo, estuviese espiando una escena privada por el ojo de la
cerradura.
Alicia Steimberg
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